El Arqueólogo: CAPÍTULO 8.
-
¿Van a contarnos el pasado de Hariet? – preguntó Dayas.
-
Eso significa que sabremos quién es, su verdadera identidad- agregó Sony,
entusiasmado, allí podría haber una pista para derrotarlo.
-
Lamento decirles que sólo conocerán como se transformó en el señor Oscuro, no
tenemos información de su procedencia, es todo un misterio- dijo Nadaya,
mirando a su madre.
-
Entonces… ¿De qué nos servirá conocer al detalle una historia que ya
escuchamos? – preguntó Dayas nuevamente.
-
Todo lo que aprendan sobre él, les será útil- siguió hablando la muchacha- Es
un enemigo formidable y si alguien puede entender sus acciones, son ustedes
cuatro. Los descendientes de los guerreros que lo vencieron en el pasado.
-
Después de todo, es sólo un hombre…- pensó Kay.
-
Ayudaré a Fismut por decimotercera vez- habló Grof con soberbia- Pero será la
última, el Fin de nuestra era se cierna sobre nosotros. Hariet es imparable.
-
Quédate tranquilo. Nosotros, a diferencia de ti, buscaremos la manera de
derrotarlo, siempre lo hacemos- le dijo Kay, en tono desafiante.
-
¿Ah sí? – rió el guardián y una amplia silla apareció tras él por arte de
magia, luego se sentó en ella con la mano en la cara- ¿No me acaban de decir
que casi fueron exterminados? Es un psicópata, pero un perfecto estratega.
Después de todo, ¡Fismut le enseñó todo
lo que sabía!
Hubo
un silencio impresionante.
-
¿Fismut fue su maestro, al igual que con Meddes? – dijo Sony, perplejo.
-
Fismut sabe quién es…- se dijo Kay a sí mismo en voz alta- ¡El maldito sabe
quién es! ¡Mentiroso de cuarta!
-
Si no les dijo de quién se trata, es porque realmente no es importante su
identidad. Díganme, ¿Acaso ustedes conocen a otros hombres que hayan nacido en
el año 1500, además de los elementales que se mantuvieron inmortales? ¡NO! –
volvió a reír Grof, Keila se sentía incómoda y Nadaya miraba a su padre con
recelo.
-
Dime su nombre, ahora- le ordenó Kay al guardián.
En
la mano de Grof apareció una botella de vino, la cual no tardó en vaciar con
unos cuantos sorbos.
-
No lo sé y tampoco me interesa. Fismut se lo guardó.
-
¡No te creo!
Una
segunda botella de vino apareció en la mano del guardián y el sujeto se propuso
a tomarla.
-
Es inútil- le dijo Nadaya a Kay- Lo mejor será que me acompañen, los llevaré a
la sala de los recuerdos.
Sony
la miró de perfil y se sintió un poco atraído (era una chica muy bella), aunque
no dejaba de ser extraña toda esa situación. Desgraciadamente, notó que no era
el único que la miraba así…
Durante
la guía hacia la sala de los recuerdos, Kay se acercó sigilosamente a Lepra.
-
Lo sabes. Fismut te lo dice todo. Tú sabes quién es Hariet, conoces su nombre.
-
Si, lo sé- respondió Lepra, luego de lanzar un profundo suspiro- Si te sirve de
consuelo, me lo contó hace muy poco.
-
¿Y bien? ¿Cómo se llama? – insistió Kay.
-
No fue nadie importante, simplemente un arqueólogo de su época llamado Ambrosio de Morales.
Kay
se quedó perplejo y examinó el suelo mientras pensaba, Lepra lo miraba de reojo
con los ojos saltones.
-
¿Y ahora qué harás con esa información? – le preguntó Lepra con cautela.
-
No lo sé, algo se me ocurrirá. Gracias por confiar en mí- Kay se le adelantó.
-
De nada- le respondió Lepra, mirándole la espalda a medida que se aventajaba,
luego dijo para sí mismo- Y perdóname...
Nadaya
los condujo a lo que parecía ser una terraza impecable, con columnas balaustres
y baldosas triangulares; afuera se vislumbraba el cielo y las nubes a próxima
distancia, cómo si el palacio flotara en el espacio. No sólo eso, una cascada
mágica salía de la boca de una estatua con la forma de Grof… las aguas
desembocaban en el techo del mundo con forma de lluvia.
-
Maravilloso- vociferó Dayas, con la boca abierta. Luego bajó la mirada para
examinar a Nadaya.
Sony
lo notó, no lo culpaba, era una mujer muy bonita; sin embargo, no podía evitar
sentirse extraño.
Bajo
los pies de Nadaya se formó un círculo plateado y de allí brotó una fuente
mágica con aguas blancas como la leche.
La
jovencita se dispuso a realizar los movimientos de la danza mística que ya
todos conocían, Lepra se sintió cautivado. A continuación, todas esas aguas de
color se suspendieron en el aire.
-
Mi padre es terco, yo les contaré la verdad. Esta es la historia del arqueólogo
Ambrosio de Morales, más tarde, conocido como Hariet- las aguas se esparcieron
por todo el ambiente y los elementales fueron espectadores de un capítulo del
pasado…
EL
NACIMIENTO DE HARIET:
En el barco, Ambrosio
se situaba sobre la proa, contemplando el oscuro cielo y pensando en todo lo
que dejaba atrás, así también, todo lo que le deparaba su destino…
- Ambrosio de Morales-
lo llamó una voz a sus espaldas. El primer sujeto no le prestó atención, cómo
si aquel nombre no le perteneciera- Nuestro monarca Carlos I confía mucho en vuestro
criterio, espera relatos extensos sobre los nuevos descubrimientos en esta
tierra de salvajes.
- Los habrá, señor. Los
habrá… - respondió Ambrosio, debía de tener entre 20 y 25 años.
- Me lo habían descrito
más viejo. Aparenta menos edad…
- … Estoy acostumbrado
a escucharlo- dijo el joven arqueólogo y continuó analizando el cielo y las
estrellas.
El marinero que le
conversaba lo miró con detenimiento y se retiró. Otro personaje lo acompañó,
con un aspecto más humilde, vestimenta de la época y una bolsa en la mano. Se
posó a su lado sin decir palabra, observando lo que Ambrosio tanto analizaba.
- Mi nombre es Juan
Rico- se presentó- Soy marinero y pintor. Hermoso el paisaje, ¿no crees? Tu
expresión es curiosa… ¿Me permitirías hacer un retrato de ti?
Ambrosio le dirigió la
mirada.
- Preferiría que no.
- Entiendo- contestó
Juan Rico con expresión de sorpresa- No te lo tomes a mal, pero tienes unos
ojos muy curiosos.
- ¿Por el color? –
preguntó Ambrosio con desdén.
- No. Puedo ver como
sufres a través de ellos. Soy un artista, es algo fácil de reconocer. ¿Extrañas
a lo que dejaste?
Ambrosio apretó los
dientes y se quedó en silencio, aparentemente molesto.
- Lo que encuentre allá
lo mejorará todo en mi vida, lo sé- dijo al fin y estiró su brazo para saludar
a Juan Rico- Mi nombre es Ambrosio de Morales, un placer.
Juan Rico sonrió y completó
el apretón.
- Tengo la impresión de
que este viaje cambiará nuestras vidas para siempre.
El año era 1547, el
barco español se dirigía al nuevo continente conocido como América (en honor a
Américo Vespucio) a través del Océano Atlántico, la corona había ordenado un
viaje de investigación y exploración por las tierras del Sur.
Dicha tripulación
estaba integrada por treinta tripulantes, incluyendo al almirante y capitán
general de la nave Fernando de Urtubia
y a Ambrosio como marinero. Compuesta por ocho marineros (Juan Rico entre
ellos), dos grumetes (aspirantes a marinero), tres toneleros (los que se encargaban
de los barriles de vino), tres calafates (encargados de combatir la entrada del
agua a la nave), un paje y un maestresala (ambos servidores del Almirante). Dos
médicos, un sacerdote, un intérprete, el piloto, el maestre y propietario de la
nave conocido como Rodrigo de Villa,
el contramaestre (suboficial de la armada) Ruy
Izquierdo, el alguacil de la flota llamado Juan de Terreros, el repostero de estrados del Rey, el escribano de
la armada Franco de Salcedo y el
veedor.
La carabela ‘‘Nueva Niña’’ (en honor a uno de los
tres famosos navíos de Cristóbal Colón) había estado dos meses navegando, con
hambre, descontrolados (se acababan de frustrar tres intentos de violación a
los grumetes por parte de los marineros) y ansiosos.
En secreto, Ambrosio
codiciaba la llegada a América, tenía una misión especial, ajena a las órdenes
de la corona. Juan Rico se volvió su más cercano amigo después de aquella
charla, juntos se encargaban de mantener el orden entre los marineros cuando no
había reacción del contramaestre.
En enero del año 1547,
la expedición española desembarcó en las costas de un terreno que no figuraba
en los mapas.
Un único grupo de nueve
personas se encargó de explorar el terreno: Ambrosio de Morales, Juan Rico, el
Almirante, tres marineros, el sacerdote, el alguacil de la flota y el
intérprete.
Armados con escudos
circulares y ligeramente convexos de 70 centímetros de diámetro para desviar
golpes; de metal para el Almirante y el alguacil; de madera para todos los
demás (exceptuando al sacerdote que yacía desarmado). Del centro sobresalía una
punta de metal que les ofrecía una capacidad básica de ataque.
Contaban con cotas de
malla sin mangas (el Almirante y el alguacil) y con chalecos de algodón
(ligeros y efectivos contra armas de corto alcance) el resto. El sacerdote
vestía una simple y precaria túnica blanca, además del collar con la forma de
la cruz cristiana.
El Almirante y el
alguacil eran los únicos hombres con cascos abiertos. Fernando de Urtubia, almirante y capitán general de la nave,
ordenó mantener la formación en caso de algún ataque sorpresa.
Todos estaban a la
expectativa.
El ambiente era cálido
y húmedo, cómo ya les habían descripto otros navegantes. Recorrieron un extenso
césped, cubierto de vegetación, a plena luz del día.
Hubo algunas falsas
alarmas, aves parloteando o gimoteando a los alrededores; Fernando de Urtubia
intentaba mantener la calma de sus subordinados, empuñando un fusible en las
manos y la espada envainada (además del escudo de metal que guardaba en su espalda).
Ambrosio se adelantó
por uno de los frentes, sin previo consentimiento de sus superiores; exploró
unas rocas y accidentalmente pisó un hilo, lo que activaba una trampa: la red
se desplomó de abajo hacia arriba y atrapó al arqueólogo.
Sus compañeros se
sobresaltaron y quisieron abrir fuego para liberarlo.
- ¡No! – gritó el
Almirante- ¡No disparéis!
Bajaron las armas,
desconcertados y tardaron en entender que un mal tiro podría acabar con la vida
del muchacho.
El Almirante analizó la
situación para idear una estrategia, ordenó a los tripulantes que realizaran un
círculo alrededor del arqueólogo, y en ese preciso instante, aparecieron una
decena de nativos, armados con lanzas, arcos y flechas; con pocas ropas, plumas
y pinturas sobre la piel.
Los españoles empuñaron
sus escudos a la altura de los rostros (la parte más vulnerable), en caso de un
ataque furtivo. Una sangrienta batalla parecía estar a punto de comenzar, sin
embargo, un niño de esas tierras (de 10 años probablemente), cortó un hilo
oculto entre los troncos de los árboles y Ambrosio fue liberado, cayendo al
suelo.
El nativo que dirigía
al grupo le ordenó al niño que volviera con ellos (a través de un idioma
desconocido para los Españoles, y probablemente, para el resto de todas las
tribus).
En ese momento de
tensión, Ambrosio fue amable con el niño y en señal de agradecimiento, le
obsequió un collar con la cruz cristiana. El niño, de tez morena y cabello
oscuro, se le quedó observando y corrió hacia quién parecía ser su padre.
El líder de la tribu le
indicó que se posara tras su pierna izquierda. Hubo miradas fulminantes y un
silencio atroz. Hasta que finalmente, el líder le ordenó a su gente que bajaran
las armas.
El sacerdote, quién
hasta entonces estaba paralizado, se hizo paso entre sus propios compañeros y
alzó la voz para exigir LA ENCOMIENDA (asignación, por parte de la corona, de
una determinada cantidad de aborígenes a un súbdito español en compensación por
los servicios prestados; el encomendado se encargaba de evangelizar, ‘‘cuidar’’
y percibir los beneficios obtenidos del trabajo que realizaban los nativos) y
el REQUERIMIENTO (procedimiento formal para
exigirles a los pueblos originarios su sometimiento a los reyes españoles y a
sus enviados- los conquistadores-), cómo lo exigían las
leyes de Burgos de 1512, pero el Almirante lo detuvo y le prohibió abrir la
boca.
- No se asignarán
nuevas encomiendas, ordenes de la corona- le susurró con desdén.
El sacerdote apretó los
dientes, furioso.
El líder de la tribu realizó
una seña, parecía estar dirigida al arqueólogo, este se abrió paso entre sus
camaradas, petrificado. El nativo portaba el collar que Ambrosio le había dado
al niño y le dijo algo que el muchacho no entendió.
El intérprete, que
conocía una decena de lenguas aborígenes, no comprendía ninguna de las palabras
habladas por los pobladores de esa tierra.
Por un leve instante,
los españoles podrían haber jurado que una luz plateada rodeó la planta de los
pies de Ambrosio y este, sorpresivamente, habló la lengua de los hombres cuasi
desnudos.
El líder de la tribu,
su hijo y Ambrosio conversaron en esa extraña lengua; el intérprete repasaba
los libros que había traído para entender, pero le fue inútil.
Después de unos
minutos, Ambrosio habló el español y se dirigió a sus compañeros.
- Almirante, por favor,
bajen las armas. No nos harán daño.
Fernando de Urtubia
confió en el muchacho y cumplió, con él, le siguieron todos los demás. El
sacerdote fulminó al joven arqueólogo con la mirada, algo no le cerraba.
Los nativos los guiaron
a través del bosque hacia su hogar.
Lo primero que
vislumbraron los españoles fueron postes totémicos, extravagantes, de muchos
colores y formas; parecían rostros coloridos superpuestos, con diferentes
expresiones, algunos retrataban demonios o deidades de la tribu. A su vez,
había especialmente nueve tótems sobre una colina, a dónde se procuraba que
iban a rezar, se diferenciaban de todo el resto porque llevaban dibujos de
elementos de la naturaleza.
Al ser un ambiente
cálido, los nativos vivían en casas comunales con techo de dos aguas (dos capas
formando un triángulo), el interior de la vivienda estaba repleta de soportes.
Era una tribu muy poblada, los españoles fueron recibidos con ovaciones y
miradas de asombro.
El hijo del líder le
había preguntado a Ambrosio si él era un dios, a lo que el arqueólogo respondió
con una carcajada, tardó en comprender que sus vestimentas eran llamativas y
atraían la atención de los nativos, a tal punto que creían que ellos eran
deidades provenientes del más allá.
- ¿Cuándo? – le susurró
el alguacil de la flota al Almirante.
- Aún no, el oro es lo
importante- le respondió con una mirada sombría.
No hacía falta aclarar
que el Almirante y sus hombres estaban fingiendo amabilidad, cuando en realidad
sólo querían valerse de los recursos de la tribu. Todos ellos a excepción de Ambrosio,
él buscaba otra cosa…
El líder habló en voz
alta y Ambrosio fue su traductor.
- Dice que su nombre es
Áj y que su tribu se llama Sarmander - vociferó Ambrosio.
- ¿Qué lengua es? –
preguntó el intérprete.
- ¿Y cómo conocéis
dicha lengua? – gruñó el sacerdote, ya tildaba al muchacho de hereje.
Ambrosio, acorralado,
tragó saliva antes de responder.
- Es una lengua hablada
por diferentes tribus, sólo cambian algunas palabras- mintió.
El sacerdote y el intérprete
se le quedaron mirando con recelo. El Almirante habló de inmediato.
- No compliquéis las
cosas, el arqueólogo será nuestro guía- ordenó, el resto bajó la mirada.
El líder Áj se les
había quedado mirando, confundido y esperando una respuesta. Ambrosio se
sobresaltó y respondió torpemente con aquella extraña lengua.
Áj comprendió y movió
las manos hacia los costados.
- Creen que somos
deidades- dijo Ambrosio en voz alta- Creo que es por la vestimenta, las
armaduras y las armas…
- Perfecto- susurró el
alguacil Juan de Terreros.
- Áj nos dice que
estamos invitados, nos darán comida, vivienda y provisiones.
- Vuelve y avisa que
pasaremos la noche aquí, dentro de dos días, cuando estemos bien asentados,
podrán bajar todos los demás- les ordenó el Almirante a dos marineros, ellos se
retiraron apenas recibieron la orden.
Algunas mujeres de piel
morena con pocas ropas y pinturas en los pechos y el abdomen condujeron a los
hombres hacia unos troncos alrededor de una inmensa fogata. El marinero y el
alguacil estaban excitados, sin embargo, el Almirante los fulminó con la mirada
para que se mantuvieran pasivos y no generaran problemas. Hubo cantos y
festejos. El almirante, el alguacil, el arqueólogo, el intérprete, el sacerdote
y el único marinero que quedaba, se sentaron en los troncos y cenaron junto a
los aborígenes.
Ambrosio conversaba con
el niño, conocido como Ájda, y con
su padre Áj. El almirante y el alguacil discutían entre sí, aprovechando que
nadie los entendía. El intérprete y el marinero conversaban con hombres y
mujeres de la tribu, intentando comprenderse mutuamente sin mucho éxito. El
sacerdote no le sacaba los ojos de encima a Ambrosio…
Ambrosio se sobresaltó
y el sacerdote quiso saber de lo que hablaban, por lo que el arqueólogo no tuvo
más remedio que responder.
- Les estaba
preguntando por qué esos tótems están muy lejos de todos los demás y por qué
llevan dibujos diferentes- dijo con cierta indiferencia. Áj y Ájda prestaron
atención y entrecerraron los ojos, esforzándose por entenderlos.
- ¿Y por qué? –
preguntó el sacerdote, interesado.
Ambrosio miró al padre
y a su hijo con cierto aire de complicidad y luego al sacerdote.
- Dicen que son una
tribu aislada del resto porque protegen algo que les encomendó alguien muy
importante. Y que aquellos son los símbolos de dicho… tesoro.
- ¿Tesoro? – vociferó
el sacerdote, que el resto de españoles giró la mirada.
- ¿Dónde? – preguntó
Juan de Terreros.
- ¿Oro, joyas? –
exclamó el marinero.
Ambrosio habló la
lengua de los nativos con ellos y estos le respondieron, luego, el arqueólogo
se dirigió a su camaradería.
- Algo mucho más
valioso. Algo que les costó la vida de ocho hombres para mantenerlo guardado y
custodiado.
- ¡Deben ser toneladas
de algún nuevo metal invaluable! – gritó el marinero.
El Almirante lo golpeó
en la cara con la palma para que se callara.
El arqueólogo español
volvió a hablar con ellos y por sus expresiones, parecía que no querían revelar
más. El muchacho entendió y le explicó a los demás. Todos suspiraron de la
decepción. Sin embargo, ahora sabían que algo les podían arrebatar…
Transcurridos dos días,
los tripulantes que faltaban se unieron al festín y los nativos los recibieron
con los brazos abiertos. Entre ellos estaba Juan Rico, quién no tardó en ir con
su amigo y hablar con él.
- Me contaron lo que
pasó, nos salvaste a todos- le dijo, ambos conversaban bajo las sombras de un
árbol.
- No en realidad… el
niño me salvó a mí.
- Qué curioso que
conozcas su lengua, es algo maravilloso.
- Si…- Ambrosio movió
los ojos hacia arriba- Temo que el Almirante quiera hacerles daño, son buena
gente.
- Escuché hablar al
sacerdote de un tesoro, me imagino lo que debes pensar.
- No es oro, ni joyas.
Es algo que sólo se cree si se ve.
- ¿Cómo lo sabes?
- … Porque me lo
dijeron, no lo traduje adecuadamente cuando me lo pidieron, no confío en ellos,
pero en ti sí.
- Gracias, supongo. Te
brillan los ojos, ¿Quieres encontrarlo, verdad?
- Apenas nos conocemos,
por lo tanto, son muchas las cosas que no sabes de mí y viceversa. Digamos que
vine aquí por eso, porque yo sé que es lo que protegen.
- Me huele a que tienes
una obsesión- le dijo Juan Rico, inocentemente. Aquellas palabras dañaron a
Ambrosio, le dio la espalda y apretó los dientes- No quise…
- Descuida… ¿cortamos
algo de leña? – le respondió Ambrosio con la voz melancólica y se retiró,
indicándole a su compañero que lo acompañaran.
Juan Rico suspiró,
confundido y lo siguió.
Los días pasaron, y
sorpresivamente, los nativos y los españoles establecieron un vínculo, lo que
en otras expediciones a América nunca había ocurrido. Las intenciones del
Almirante se habían apaciguado y si todo marchaba bien, darían el ejemplo a
España y a la Corona para marcar cómo debían tratar los viajes al nuevo
continente.
El sacerdote causaba
problemas de vez en cuando, se aferraba a las leyes viejas y se encontraba
desesperado por ejercer su dominio sobre una cantidad mínima de nativos. Lo que
España conocía como la Encomienda. El Almirante era quién lo mantenía en su
lugar.
Pasaron tres meses de
convivencia, a dónde incluso los aborígenes fueron invitados a conocer la
embarcación en la que los españoles habían llegado. El protocolo estipulaba
que, dentro de otros tres meses, una nueva carabela llegaría a las costas para
brindar apoyo a la camada de La Nueva Niña.
A pesar de todo, los
nativos habían dejado en claro que lo que protegían no lo compartirían con
nadie, que era algo sagrado y que su búsqueda estaba prohibida. En contra de
sus deseos, para mantener las relaciones amistosas, los españoles aceptaron, a
excepción de Ambrosio…
El arqueólogo
interrogaba al niño Ájda cuando nadie los escuchaba, y este, le respondía
inocentemente. Le había contado que cuando la mayoría de las tribus poblaron
América, dejaron algunos espacios vacíos; entre ellos, aquella isla. Debido a
que una maldad abundante perturbaba el ambiente, animales parlantes, capaces de
dominar… el fuego, el agua, la luz, entre otras cosas; espantaba a todo
viajero. Eso cambió cuando un hombre de los cielos unificó varias tribus, las
guío y les enseñó una nueva lengua; bautizándolos como Sarmander. Con su ayuda,
ocho hombres sacrificaron sus vidas mediante un ritual para otorgar sus
corazones como contenedores de aquel poder. El hombre de los cielos les
encomendó su protección y se marchó, nunca más volvieron a verlo.
Los nativos llamaban
‘‘Amdor’’ para referirse a los órganos dentro del cofre. Ambrosio intentó
sacarle su ubicación, no obstante, ni el niño lo sabía.
Había días que Ambrosio
se apartaba de los grupos y exploraba el bosque, Juan Rico era el único que
estaba al tanto y lo examinaba con preocupación; el muchacho parecía nervioso y
ansioso.
Hubo días que Juan Rico
lo encontraba llorando entre algunos árboles y apenas lo veía, Ambrosio fingía que
todo estaba en orden. El pintor sabía que algo lo perturbaba y que la
frustración por no conocer el paradero del tesoro aborigen, lo estaba matando.
Finalmente, Juan Rico
lo siguió una vez más a plena luz del día; el calor no atenuaba. En esta
ocasión, Ambrosio de Morales no estaba llorando, se lo veía pensativo, apoyando
la espalda en un tronco muy grande; sus ojos grises brillaban a causa del sol
que se filtraba entre la espesura del bosque.
Desde ese ángulo, el
pintor reconoció la juventud del muchacho por primera vez; le había crecido el
cabello oscuro, enrulado; su piel blanca no tenía ni una arruga, era algo
grandote, corpulento, en otra vida y otra época podría haber sido un atleta
olímpico. Ambrosio tenía veintidós años.
Juan Rico era un sujeto
de treinta años, con una amplia espalda y brazos enormes, baja estatura; barba,
bigote y cabello lacio de color castaño. Se acercó a su amigo y ambos quedaron
en silencio, sin cruzar miradas.
- Yo sufrí mucho de
chico- confesó Ambrosio- Y todo por culpa de una única persona… mi progenitor.
Él fue marinero, cómo tú y yo. Hijo de un Almirante que viajaba muy seguido a
las Indias. Mi abuela se había muerto antes de que él alcanzara los diez años,
razón por la cual, mi abuelo se las ingeniaba para que lo acompañara. Mi padre
era un niño y el Almirante no podía siempre estar a su disposición, tras largos
viajes de comercio, hubo marineros que hicieron cosas que nadie debería hacer
con un niño. El Almirante le dio la espalda cuando se enteró, para mantener la
‘‘estima’’ de su tripulación y lo llevó a vivir con unos tíos. Creció con mucho
odio hacia la marina y a la Corona por no hacer nada con casos similares. Se
encargó de que sus hijos, mi hermanito y yo, lo tuviéramos claro. Y desde que
tengo memoria, ha sido un hombre violento, manipulador y desagradable.
- ¿Queréis venganza? –
preguntó Juan Rico, con el ceño fruncido.
- No. Sólo quiero que
mi hermano menor NO viva lo que yo tuve que soportar, y lo que está en ese
cofre es la solución. Porque ALGUIEN me prometió que cuidaría de él si DESTRUÍA
lo que yace en su interior.
- ¿Destruirlo? ¿Por
qué? ¿No es de valor?
- Porque, querido Rico,
si la Corona llega a obtener dicha reliquia, los hombres terminarán por
destruirse entre sí.
Juan Rico se quedó en
silencio y suspiró durante casi treinta segundos.
- Lo entiendo. Entonces
tiene sentido que te cuente lo que escuché esta mañana…
El arqueólogo abrió los
ojos como platos.
- ¿Qué?
- El líder de la tribu
les indicaba a algunos (mediante señas) que vayan hacia el norte, por lo armados
que se encontraban, deduje que algo tenía que ver con el tesoro.
Ambrosio se adelantó,
apresurado.
- ¿Hacia dónde?
- Sígueme.
Sólo faltaba un mes
para que la nueva carabela española llegara a la isla, en caso de que la
encontraran…
Ambrosio de Morales y
Juan Rico se saltaron las comidas en común y muchos se preguntaron por su
ausencia. Ambos se dirigieron al norte, con la esperanza de localizar a los
nativos que el líder había mandado a vigilar la reliquia.
Estuvieron largas horas
caminando, sin provisiones, muertos de hambre y de calor. Conversaron para
aligerar la búsqueda.
- ¿Qué significa
‘‘Sarmander’’ o sólo es un nombre? – le preguntó el pintor al arqueólogo.
- Si no me equivoco,
quiere decir ‘‘única’’ en nuestra lengua. Tienen un lenguaje bastante complejo,
usan diferentes palabras para distinguir géneros.
- Ya veo… ¿Y cómo se
diría ‘‘único’’?
- Creo que se dice
‘‘Har…’’.
Los dos se paralizaron
al vislumbrar dos nativos caminando delante de ellos, dándoles la espalda. Se
escondieron entre unos árboles y avanzaron en silencio.
Los nativos no se
percataron de su presencia y continuaron caminando sin cuidado. La noche llegó
sin aviso y los dos españoles fueron muy sigilosos y pacientes. Finalmente, una
inmensa caverna apareció al final del bosque; la boca de una montaña rocosa, completamente
oscura.
Ambrosio y Juan Rico
esperaron; los nativos entraron, se aseguraron de que todo estuviera en orden y
regresaron con la misma tranquilidad con la que habían llegado.
El arqueólogo, que ya
conocía la lengua, notó que los guardias se quejaban de su líder y su obsesión
por dicha reliquia. En cierto sentido, le causó gracia saberlo.
- ¿Y ahora? – le
susurró Juan Rico.
Ambrosio lo cayó y
cerró los ojos, una luz plateada volvió a aparecer bajo sus pies, Juan Rico
estaba petrificado.
- ¿Eres un brujo? –
preguntó desconcertado.
- Es más complejo que
eso, querido amigo. Aprendí un par de cosas antes de viajar…
Juan Rico lo miraba con
los ojos saltones. Ambrosio se adelantó y su compañero lo siguió hacia la
cueva.
Pinturas rupestres,
antorchas con formas de tótems y dibujos de monstruos; de guerras y catástrofe;
Ambrosio interpretó que todo eso significaba la reliquia para los nativos.
Avanzaron con cuidado,
el arqueólogo intuía que los guardias no serían los únicos que defenderían el
tesoro, probablemente habría otras cosas…
No se equivocó. Las
paredes comenzaron a moverse hacia adentro, lentamente, procurando aplastarlos.
Juan Rico se desesperó y estuvo a poco de huir; el arqueólogo lo detuvo y
analizó la situación detalladamente, un aura plateada envolvió su cabeza y
rápidamente abrió los ojos, luego sonrió.
El pintor no entendía,
sudaba y se encontraba paranoico, las paredes estaban a punto de amasarlos como
a un huevo. El arqueólogo lo tomó del hombro y le indicó que se tranquilizara,
que el aroma que irradiaba el fuego les había causado alucinaciones; y que
realmente, la cueva seguía intacta.
A Juan Rico le tardó un
buen rato mantener la cordura, cerró los ojos con fuerza y al divagar por
diversos cuadros que le gustaría pintar, se le pasó. Cuando los abrió, le dio
la razón a su compañero.
Ambrosio de Morales
continuó por el único y oscuro sendero de la caverna. Hubo decenas de trampas
ilusorias (las cuales siempre lograban superar gracias al ingenio del
arqueólogo), armas mortales y laberintos sin sentido. Sin embargo, el muchacho
de veintidós años estaba preparado para todo, cómo si lo hubieran entrenado…
Juan Rico se maravilló
de tener de amigo a semejante explorador, creyó que las historias que
relatarían al volver serían fantásticas.
En hora buena, ambos
encontraron el final de la caverna: sobre el techo había formaciones calcáreas,
las cuales eran como diversas figuras puntiagudas; estalactitas deflectadas
(estructuras punzantes más oscuras) y estalagmitas de forma conoidal sobre los
suelos. Además, había un lago que rodeaba toda la cueva; las llamas de las
antorchas le brindaban un aspecto colorido y muy llamativo.
Ambrosio realizó una
vista panorámica del sector, sólo para comprender que la reliquia no yacía a
simple vista. Se esforzó por encontrarlo, pero no hubo caso. Juan Rico moría de
hambre y estuvo a punto de probar unas plantas exóticas que estaban pegadas a
unas rocas; Ambrosio lo detuvo antes de que lo hiciera.
- Lo tomamos y nos
vamos, luego volvemos a comer- le prometió. Juan Rico suspiró y asintió.
El muchacho se
concentró y la luz plateada rodeó todo su cuerpo por una fuerza involuntaria,
sus nervios la habían activado sin que se diera cuenta. Dicha luz se arrastró
por los suelos hasta iluminar el lago por completo, hubo destellos blanquecinos
y las aguas se cristalizaron por arte de magia; en el fondo del lago había un
cofre.
- ¡Ayúdame a sacarlo! –
le indicó Ambrosio a Juan.
Se sumergieron en la
zona dónde las aguas parecían ser más profundas y entre los dos, tomaron el
cofre y lo colocaron sobre la tierra firme. Empapados y muy ansiosos, sonrieron
entre ellos y contemplaron lo que acababan de adquirir.
El cofre tenía el
tamaño de un maletín, cubierto de plata e insignias talladas en oro en la
lengua de los nativos.
- Dice… A-M-D-O-R-
vociferó el muchacho. Juan Rico abrió la boca.
- ¿Qué esperas?
¡Ábrelo!
El arqueólogo se
sacudió el cabello húmedo, se frotó las manos, apretó los dientes y se las
arregló para entender el mecanismo que abría dicho cofre, el cual no respondía
a una vieja y cotidiana llave. No tardó en lograrlo.
- Lo estudiaste todo-
le dijo Juan Rico, mirándolo con cierto recelo.
- Él fue. La persona
que me ofreció el trato. Dijo que yo era parte de una profecía…
- ¿Profecía?
- Me dijo que cambiaría
el mundo si lograba encontrar este cofre y lo que guarda en su interior…
La tapa se desprendió
hacia afuera y los españoles fueron testigos de lo impensado: sobre una tapa
metálica, húmeda y desgastada, había nueve bolsitas de cuero, enrolladas con
una cintita roja.
- Estos son. ¡Los nueve
corazones! – gritó Ambrosio de la alegría.
Juan Rico tragó saliva
al notar que las nueve bolsitas se movían por sí solas, se inflaban y
desinflaban cómo globos. No se animaba a quitar ninguna de las cintitas, intuía
que lo que ocultaban le causaría un infarto.
El arqueólogo miró a su
compañero con tono desafiante y se animó a tomar una de ellas, la soltó
rápidamente y no por susto, sino porque otra de las nueve parecía haberle
HABLADO. Tomó la que le pareció oír y desenrolló la cintita, los bordes de la
bolsita se desplegaron y a la vista de los dos viajeros, un corazón humano
ensangrentado latía con total naturalidad sobre la mano del arqueólogo.
Juan Rico no se contuvo
y vomitó en el lago; la falta de comida y la reciente imagen no eran una buena
combinación.
Ambrosio de Morales se
sintió extraño e incómodo con semejante órgano sobre la palma de su mano; no
obstante, superó el asco, la impresión y el olor para examinarlo detenidamente.
- ¿Volvemos? – propuso
el pintor.
- Escucha, Rico- se
apresuró el joven- No fui totalmente honesto contigo, yo no soy…
Los dos guardias, entre
gritos de cólera, reaparecieron ante ellos y atacaron con sus lanzas. Sin
tiempo de meditarlo, una de las armas acababa de atravesarle la frente al
pintor y este acababa de morir de un único disparo, se desplomó en el suelo, a
un lado del cofre abierto.
Ambrosio no supo que
hacer y guardó el corazón en su bolsillo. Intentó razonar, pero fue inútil. Los
nativos quisieron acabar con él, y en ese preciso instante, el corazón parlante
se sacudió dentro del bolsillo del español; a continuación, los dos aborígenes
recibieron una insólita descarga eléctrica de rayos blancos y negros.
Sus cuerpos
carbonizados cayeron al interior del lago, el impacto hizo que el cofre los
acompañara. Ambrosio, asustado y triste, huyó de allí a toda velocidad.
Aún era de noche y el
arqueólogo corrió rápidamente a través del bosque, tras largos minutos de
huida, se sentó entre unas rocas y lloró a su amigo fallecido. Se culpó de todo
el episodio y creyó que, si el líder llegaba a enterarse de lo sucedido,
comenzaría la guerra entre la tribu y los españoles.
Durmió allí, el
estómago se le había cerrado y las imágenes lo persiguieron en sueños. Despertó
con una notable amargura y volvió al campamento con la idea de no contar nada
de lo sucedido.
- ¿Dónde está Rico? Se
supone que ayudaría a los calafates- fue lo primero que le dijo Fernando de Urtubia, el Almirante de la
nave.
- Acompañó a sus
hombres- señaló al líder que yacía de espaldas- Una misión relacionada con la
búsqueda de nuevos alimentos- mintió Ambrosio descaradamente.
Le creyeron, lo que fue
un alivio, no obstante, Ruy Izquierdo, el contramaestre; lo observaba detenidamente.
- ¿Estáis bien? Te ves
muy pálido.
- Si… - respondió
Ambrosio, fingiendo una sonrisa.
Los marineros tomaban
vino y celebraban junto a las mujeres de la tribu, los grumetes se estaban
encargando de la limpieza; el paje y el maestresala acompañaban al Almirante,
tomando notas de lo que él les decía. No había señales del intérprete o del
sacerdote, quienes parecían estar en el barco.
Esta vez, yacía el
propietario de la nave entre ellos, conocido como Rodrigo de Villa; un hombre
de mediana estatura, barba candado, ojos oscuros y la vestimenta de un noble,
de la alta clase en España. Miró a Ambrosio con afán y se limitó a asentir y
observar los nueve tótems. Mientras tanto, Juan de Terreros (el alguacil de la
flota) y Franco de Salcedo (el escribano) le conversaban con mucho interés.
Y frente a todas esas
personas, Ambrosio sintió los bruscos latidos del corazón que guardaba en su
bolsillo, como si quisiera decirle algo.
- Lo siento, Rico. Pero
esta es la única manera de salvar a mi hermanito de esa horrenda familia en la
que le tocó nacer- pensó Ambrosio y rezó para sus adentros.
Cargar con la muerte de
tres hombres no era fácil, especialmente para un joven como Ambrosio; se
lamentó cada hora y lloró a escondidas incontables veces, muchos comenzaron a
preguntarse si los aborígenes habían mandado a matar a Juan Rico o si el
muchacho estaba mintiendo. Para su desgracia, no podían preguntarles
directamente a los nativos o a su líder por el desentendimiento de idiomas, el
único traductor era sospechoso…
Así transcurrió una
semana entera y las cosas comenzaron a dar giros inesperados.
Otro día caluroso tenía
a los españoles irritados, desacostumbrados al clima de la zona; los trabajos
se aceleraron por pedido del Almirante, debido a que procuraba tener todo listo
(llenar el barco de provisiones para la vuelta) para antes de que llegara la
segunda flota.
A través de Ambrosio,
el líder había hecho un trato con el Almirante, los acompañaría a Europa para
establecer los primeros indicios de un acuerdo, en donde las tribus serían
respetadas como entidades únicas, sociedades que la Corona reconocería; y a
cambio, los nativos aceptarían la apertura de un puerto para el comercio con
España.
Aquel trato gozaba de
fidelidad, el Almirante y el líder, a pesar de no entenderse del todo, se
llevaban muy bien. Pronto, la conquista dejaría de ser conquista…
Sin embargo… el líder
mandó una nueva patrulla rutinaria de tres hombres a la caverna; especialmente
para saber por qué los otros guardias no habían regresado. Y allí, todo empezó
a desmoronarse.
Ambrosio tenía fiebre y
yacía sobre una cama improvisada de tierra en una vivienda aborigen, siendo
atendido por el médico de la flota. La voz le susurraba cosas al oído, lo
incitaba e intentaba manipularlo; para desgracia de esa misteriosa entidad,
Ambrosio tenía mucha voluntad y no se dejaba influenciar con facilidad.
A la tarde, los hombres
de Áj regresaron con los cadáveres irreconocibles de los dos guardias que el
corazón había matado. Ambrosio escuchó gritos y a pesar de las advertencias del
médico, salió de la vivienda y observó horrorizado lo que estaba sucediendo.
Los guardias le contaban todo al líder Áj mediante gritos desesperados, y, por
si fuera poco, el tercer nativo apareció con el cuerpo unánime de Juan Rico en
sus brazos. Hubo un completo silencio dónde todos los presentes (miembros de la
tribu y españoles) examinaron la situación.
El Almirante se abrió
paso entre la multitud y vociferó.
- ¿Qué significas esto?
– se quedó petrificado al ver a uno de sus marineros desplomado en el césped,
con la piel pálida y con la horrenda herida en la frente.
El niño Ájda corrió
hacia su padre y se ocultó tras su pierna. La expresión amistosa de Áj se había
desvanecido, tenía los ojos desorbitados, como si estuvieran a punto de
salírseles de la cara, le temblaba la boca y contenía la respiración.
- ¿Mandaron a matar al
marinero? – preguntó Rodrigo de Villa- Eso es inaudito.
Juan de Terreros les
hizo algunas señas a los marineros y a los grumetes para que regresaran a La
Nueva Niña; la tensión era incontrolable. No pudieron hacerlo debido a que
fueron acorralados por una fila de guerreros nativos, armados con lanzas. Otros
tomaron sus arcos y apuntaron sus flechas contra todos los españoles.
- ¿Por qué? – preguntó
el Almirante, intentando apaciguar el episodio- ¿Qué hicimos mal?
No hacía falta decir
que Áj no lo entendía, y, además, no estaba con la paciencia de escuchar
posibles excusas. Levantó la mano, con el ceño fruncido, y las flechas acabaron
con los marineros y los grumetes en un santiamén.
- ¡No! – gritó el
arqueólogo, estaba por confesar lo que había pasado, pero, ya era demasiado
tarde.
El alguacil Juan de
Terreros lanzó un alarido y fue por unos fusibles que había resguardado en una
de las viviendas; disparó a quemarropa y acabó con cinco nativos. Ruy
Izquierdo, el contramaestre, le indicó que le pasara un arma y juntos se
batieron a duelo contra innumerables nativos. El escribano Franco de Salcedo y
el maestre Rodrigo de Villa, corrieron hacia ellos y se ocultaron allí; Juan de
Terreros y Ruy Izquierdo habían formado una barricada improvisada para soportar
los ataques lejanos.
Las mujeres con pocas
ropas y pinturas en los pechos gritaron entre la muchedumbre, tomaron algunos
niños e intentaron huir. Desgraciadamente, la mayoría murió por el fuego
cruzado.
El Almirante Fernando de Urtubia y el líder de la tribu
Áj combatieron personalmente el uno contra el otro (Áj apartó a su hijo antes
de comenzar). Fueron interrumpidos por el arqueólogo que se abalanzó sobre
ellos para separarlos, sus pies brillaban y le estaba explicando la verdad a
Áj; el líder de la tribu pareció comprenderlo y se quedó paralizado; no
obstante, una bala le atravesó el cráneo y cayó al suelo sin vida. Juan de
Terreros había aprovechado la distracción para efectuar un tiro certero.
La sangre de Áj le había salpicado en la
cara a Ambrosio, quién estaba muy traumado. El Almirante lo tomó de los hombros
y lo salvó de unas flechas que iban dirigidas a él, se escabulleron por los
suelos y gatearon hasta la barricada.
En ese preciso instante, Ambrosio de
Morales miró hacia atrás y vio al pequeño Ájda, acurrucado en medio del campo
de batalla, muerto de miedo. No lo pensó dos veces y volvió con él a pesar de
las advertencias del Almirante, quién siguió hacia la barricada.
Lo tomó entre sus brazos y corrió hacia el
fuerte, flechas y balas de plomo se entrecruzaron durante la travesía. Ambrosio
confundió los papeles por un momento y creyó que el niño era su hermanito, a
quién estaba dispuesto a proteger pase lo que pase.
Fernando de Urtubia no llegó a la
barricada, debido a que cinco flechas le atravesaron la espalda, murió
instantáneamente.
Una mujer sollozaba entre gritos, era la
madre de Ájda, y le indicó a uno de los que había acabado con el Almirante, que
fuera a buscarlo. Este sujeto corrió hacia ellos, pateó a Ambrosio en el
estómago y tomó al niño entre sus brazos.
A continuación, Ruy Izquierdo, al borde de
la cólera por la muerte de su capitán le disparó al hombre en la pierna y este
se desplomó en el suelo con el niño en brazos; la cabeza de Ájda rebotó con la
dura tierra, matándolo rápidamente. El hombre se quedó agonizando mientras
escuchaba los gritos de la madre del niño.
Ambrosio recuperó la compostura y miró al pequeño,
acostado boca abajo, inmóvil. Una sensación espeluznante se acumuló en su
interior, algo que sólo sentía cuando su padre lo golpeaba; sin detenerse a
pensarlo, tomó el corazón parlante que yacía en su bolsillo (el cual latía con
más brusquedad que antes) y lo llevó a su pecho, este entró a su cuerpo por
arte de magia.
El arqueólogo se hartó de tanta violencia,
ignoró a la voz en su cabeza y actuó por voluntad propia… los mismos rayos
blancos y negros emergieron de su cuerpo como si fueran las raíces de un árbol
y acecharon a cada ser viviente de la zona; después de unos segundos, hubo
silencio.
El hombre con la pierna dañada le habló en
el idioma nativo.
- Lo que temíamos acaba de ocurrir. El corazón oscuro despertó, encontró al portador correcto- tosió unas
cuantas gotas de sangre y agregó- ¿Quién nos salvará ahora del poderoso Hariet?
Ambrosio lo observó
detenidamente y el nativo falleció segundos después. Los ojos grises del
arqueólogo brillaban, su piel se había empalidecido en exceso como si fuera un
vampiro y las venas se sobresalían en sus manos, pies, hasta incluso en el
cuello y parte del rostro.
- ¿Y ahora qué? – le preguntó la voz ronca y maliciosa al
arqueólogo.
- Te destruyo. Por el bien de mi familiar- dijo en voz alta.
- ¿Eso es todo? Acabas de ser testigo de mi poder… úsalo y
haz lo que se te plazca.
- Hice un trato con alguien…
- ¿Con quién?
- Un mago de otro mundo llamado Fismut.
- Ya veo… - la voz emitió una risa.
- ¿De qué te ríes?
- De nada. Este poder tampoco me pertenecía, es mi voluntad
la que quedó ligada a él. Yo lo usé en su debido momento y fui omnipotente.
- ¿Quién eres? Creí que sólo eras un corazón parlante.
- Digamos que soy el ANTERIOR a ti. Observa…- Ambrosio miró
a todos los muertos, españoles y nativos- Yo no busco la muerte y sé que tú
tampoco. Por lo poco que sé, todas las expediciones a este continente
terminarán de la misma manera. ¿Serás tan egoísta cómo para dejar que esto
vuelva a ocurrir? La familia es importante, pero piensa en el mundo…- aunque
Ambrosio no lo notara, había algo de falsedad en las palabras del ente
misterioso- Vuelve a la nave y acaba con los restantes, que no queden testigos.
Qué la Corona sólo conozca TU verdad. Puedes cambiarlo todo, piénsalo…
- Cállate- le ordenó Ambrosio y la voz se esfumó. Suspiró
amargamente mientras su figura volvía a la normalidad; se sentía pesado por la
cantidad de muertes que había presenciado en un único día. A pesar de todo, su
objetivo seguía siendo el mismo, no sentía empatía por los grupos que se
batieron a duelo, la seguridad de su hermano era primordial, y a pesar de que
lamentaba la muerte del niño Ájda, reconoció que había confundido los papeles y
que su verdadero familiar yacía en España, sufriendo. No le quedaba otra que
ser frío o todo por lo que había luchado se desmoronaría. Se fue de allí y se
dirigió a la costa, dónde yacía la carabela.
El resto de la tripulación distribuía las
provisiones para el viaje de vuelta, no se habían enterado de nada. El
sacerdote dirigía los trabajos, sólo quedaba él, el intérprete, un único
médico, el piloto, el repostero de estrados del Rey, el veedor, los tres
toneleros y los tres calafates. Descontando al arqueólogo, quedaban doce
hombres de la tripulación original, los otros diecisiete acababan de morir.
Los toneleros subían nuevos barriles,
repletos de agua, a la nave. Los calafates continuaban combatiendo la entrada
del agua a la nave mediante una sustancia desagradable; el piloto trazaba
posibles caminos de regreso para acortar el viaje junto al intérprete, el
veedor y el repostero.
Ambrosio subió al barco mediante una
escalera construida con sogas, no saludó a nadie y evitó el contacto visual,
aún no sabía qué hacer y eso le ponía los pelos de punta.
- Morales- lo llamó el
intérprete apenas lo vio- Llevamos esperando al Almirante una hora, dijo que
nos daría nuevas instrucciones, ¿vino contigo?
- Sigue hablando con
Áj, son buenos amigos- mintió el arqueólogo, dándole la espalda y quiso ir a
acostarse un rato hasta que oyó lo que el intérprete decía.
- Ya veo- luego se
dirigió al piloto- La amistad es una buena estrategia, el Almirante sabe muy
bien lo que hace, ni a Cortez se le hubiera ocurrido. Cuando menos lo noten,
sus tesoros y mujeres serán todos nuestros. ¡Nos van a ofrecer encomiendas a
todos, la Corona lo reconocerá! ¡Estoy seguro! – el piloto, el veedor y el
repostero reían.
El arqueólogo apretó
los dientes y recordó las palabras de la voz del corazón.
- Si no hubiera
encontrado la caverna junto a Juan Rico, las cosas seguirían igual. Aquel
‘‘trato’’ nunca iba a llegar a darse, sólo en un mundo utópico donde no exista
la codicia y la envidia- pensó, furioso- Esta expedición y todas las leyes que
lo avalan son sólo pretextos para valerse de los recursos de este lugar. Los
ricos como Rodrigo de Villa (aunque esté muerto) se harán más ricos, y los
pobres (cómo yo) más pobres. El egoísmo de esta sociedad sólo hará que sigan
naciendo hombres frustrados como mi padre… ¿Qué puedo hacer? – Ambrosio miró
hacia la popa y encontró al sacerdote exigiéndole a los toneleros que se
apuraran con los barriles que cargaban.
- ¡Con esa actitud ni
Dios les abrirá sus puertas en los cielos! – gritaba, causando un gran
escándalo.
- Las leyes están mal
construidas- dijo Ambrosio en voz alta- El sistema en el que basamos nuestra
existencia.
- Hasta que al fin lo
entendiste- habló la voz en su cabeza.
- La ambición de la
Corona, de Carlos I…de la Iglesia y sus estúpidos acólitos como él- señaló al
sacerdote- justifican sus acciones mediante actos divinos- lanzó una sonrisa
burlona- No tienen ni idea.
- ¿Qué harás?
Ambrosio de Morales
intentó mover las manos, en un intento de usar los poderes del corazón. Aquellos
rayos de dos colores acecharon al sacerdote, quién se vio expulsado por los
cielos hasta caer al mar; antes de darse de bruces con las aguas del Océano Atlántico,
ya estaba muerto.
- No sólo protegeré a
mi hermano, sino que crearé un mundo donde él pueda vivir mejor. Quisiera que
haya otra forma, pero no la hay…- dijo el muchacho en voz alta. Todos los
tripulantes se enloquecieron y comenzaron a correr, el intérprete intentó
razonar con él, sin embargo, Ambrosio ya no soportaba sus actitudes.
Un minuto después, la
tripulación completa (a excepción del portador) se había desvanecido, nadie
sobrevivió.
- Yo sé lo que buscas.
Eres ambicioso, cómo alguna vez lo fui yo- le dijo la voz- Existen seres
especiales, sólo tienes que convocarlos; que son criaturas que tienen un
fragmento ínfimo del corazón, los conocen como los Narsogs. Tendrás tu propio
ejército para lograr lo que te propones. Luego busca al general Gargas,
lugarteniente de mis fuerzas y dile que el corazón oscuro despertó, lo
entenderá y te ayudará- hizo una pausa y prosiguió- Si quieres reconstituir el
mundo, necesitas destruir lo que ya existe, lo impuesto desde la antigüedad.
Con este poder, reordenarás el sistema a tu voluntad.
- Fismut dijo que yo
era el elegido. Y ahora lo entiendo. Soy el único que puede cambiarlo todo.
Estableceré la equidad entre los reinos, distribuiré las riquezas y los
recursos por todo el mundo; formaré un monopolio mundial. Ese ejército me
ayudará a preservarlo y a someter el poder impuesto. Gracias… - Ambrosio colocó
la mano en su pecho y cerró los ojos.
- ¿¡Qué haces!? –
exclamó la voz, desesperada- No hagas eso. ¿Cómo sabes…?
- Prefiero responder a
mi propia voluntad, y por lo que veo, la mía es más fuerte que la tuya. Adiós.
- ¡No! – gritó la voz
mientras iba decreyendo poco a poco hasta esfumarse para siempre.
Ambrosio de Morales
respiró profundamente y pensó en Juan Rico, en el niño Ájda y en su padre Áj;
todos ellos habían muerto por su culpa. Ahora, estaba convencido de que haría
valer sus memorias.
Entonces, movió los
dedos y el barco comenzó a deformarse a su voluntad, la materia se descompuso y
se autodestruyó.
Cuando la nueva
carabela llegó, la Nueva Niña parecía haber naufragado o sido atacada
gravemente. Los tripulantes bajaron rápidamente.
De entre los escombros,
salió el arqueólogo, herido y aparentemente débil para caminar.
- ¿Qué fue lo que pasó?
– le preguntó un marinero, tomándolo de los brazos.
Ambrosio, con el rostro
cubierto de sangre, raspaduras y suciedad, respondió.
- Los nativos nos
asaltaron, pudimos contraatacar, pero los meses sin comida terminaron por
matarnos a todos. Soy el único sobreviviente.
- ¿Cuál es tu nombre,
marinero? – preguntó el Almirante de la carabela.
- …
Diego.
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