miércoles, 13 de junio de 2018

El Arqueólogo: CAPÍTULO 8.






El ArqueólogoCAPÍTULO 8.

- ¿Van a contarnos el pasado de Hariet? – preguntó Dayas.

- Eso significa que sabremos quién es, su verdadera identidad- agregó Sony, entusiasmado, allí podría haber una pista para derrotarlo.

- Lamento decirles que sólo conocerán como se transformó en el señor Oscuro, no tenemos información de su procedencia, es todo un misterio- dijo Nadaya, mirando a su madre.

- Entonces… ¿De qué nos servirá conocer al detalle una historia que ya escuchamos? – preguntó Dayas nuevamente.

- Todo lo que aprendan sobre él, les será útil- siguió hablando la muchacha- Es un enemigo formidable y si alguien puede entender sus acciones, son ustedes cuatro. Los descendientes de los guerreros que lo vencieron en el pasado.

- Después de todo, es sólo un hombre…- pensó Kay.

- Ayudaré a Fismut por decimotercera vez- habló Grof con soberbia- Pero será la última, el Fin de nuestra era se cierna sobre nosotros. Hariet es imparable.

- Quédate tranquilo. Nosotros, a diferencia de ti, buscaremos la manera de derrotarlo, siempre lo hacemos- le dijo Kay, en tono desafiante.

- ¿Ah sí? – rió el guardián y una amplia silla apareció tras él por arte de magia, luego se sentó en ella con la mano en la cara- ¿No me acaban de decir que casi fueron exterminados? Es un psicópata, pero un perfecto estratega. Después de todo, ¡Fismut le enseñó todo lo que sabía!

Hubo un silencio impresionante.

- ¿Fismut fue su maestro, al igual que con Meddes? – dijo Sony, perplejo.

- Fismut sabe quién es…- se dijo Kay a sí mismo en voz alta- ¡El maldito sabe quién es! ¡Mentiroso de cuarta!

- Si no les dijo de quién se trata, es porque realmente no es importante su identidad. Díganme, ¿Acaso ustedes conocen a otros hombres que hayan nacido en el año 1500, además de los elementales que se mantuvieron inmortales? ¡NO! – volvió a reír Grof, Keila se sentía incómoda y Nadaya miraba a su padre con recelo.

- Dime su nombre, ahora- le ordenó Kay al guardián.

En la mano de Grof apareció una botella de vino, la cual no tardó en vaciar con unos cuantos sorbos.

- No lo sé y tampoco me interesa. Fismut se lo guardó.

- ¡No te creo!

Una segunda botella de vino apareció en la mano del guardián y el sujeto se propuso a tomarla.

- Es inútil- le dijo Nadaya a Kay- Lo mejor será que me acompañen, los llevaré a la sala de los recuerdos.

Sony la miró de perfil y se sintió un poco atraído (era una chica muy bella), aunque no dejaba de ser extraña toda esa situación. Desgraciadamente, notó que no era el único que la miraba así…

Durante la guía hacia la sala de los recuerdos, Kay se acercó sigilosamente a Lepra.

- Lo sabes. Fismut te lo dice todo. Tú sabes quién es Hariet, conoces su nombre.

- Si, lo sé- respondió Lepra, luego de lanzar un profundo suspiro- Si te sirve de consuelo, me lo contó hace muy poco.

- ¿Y bien? ¿Cómo se llama? – insistió Kay.

- No fue nadie importante, simplemente un arqueólogo de su época llamado Ambrosio de Morales.

Kay se quedó perplejo y examinó el suelo mientras pensaba, Lepra lo miraba de reojo con los ojos saltones.

- ¿Y ahora qué harás con esa información? – le preguntó Lepra con cautela.

- No lo sé, algo se me ocurrirá. Gracias por confiar en mí- Kay se le adelantó.

- De nada- le respondió Lepra, mirándole la espalda a medida que se aventajaba, luego dijo para sí mismo- Y perdóname...   

Nadaya los condujo a lo que parecía ser una terraza impecable, con columnas balaustres y baldosas triangulares; afuera se vislumbraba el cielo y las nubes a próxima distancia, cómo si el palacio flotara en el espacio. No sólo eso, una cascada mágica salía de la boca de una estatua con la forma de Grof… las aguas desembocaban en el techo del mundo con forma de lluvia.

- Maravilloso- vociferó Dayas, con la boca abierta. Luego bajó la mirada para examinar a Nadaya.

Sony lo notó, no lo culpaba, era una mujer muy bonita; sin embargo, no podía evitar sentirse extraño.

Bajo los pies de Nadaya se formó un círculo plateado y de allí brotó una fuente mágica con aguas blancas como la leche.

La jovencita se dispuso a realizar los movimientos de la danza mística que ya todos conocían, Lepra se sintió cautivado. A continuación, todas esas aguas de color se suspendieron en el aire.

- Mi padre es terco, yo les contaré la verdad. Esta es la historia del arqueólogo Ambrosio de Morales, más tarde, conocido como Hariet- las aguas se esparcieron por todo el ambiente y los elementales fueron espectadores de un capítulo del pasado…


EL NACIMIENTO DE HARIET:

En el barco, Ambrosio se situaba sobre la proa, contemplando el oscuro cielo y pensando en todo lo que dejaba atrás, así también, todo lo que le deparaba su destino…

- Ambrosio de Morales- lo llamó una voz a sus espaldas. El primer sujeto no le prestó atención, cómo si aquel nombre no le perteneciera- Nuestro monarca Carlos I confía mucho en vuestro criterio, espera relatos extensos sobre los nuevos descubrimientos en esta tierra de salvajes. 

- Los habrá, señor. Los habrá… - respondió Ambrosio, debía de tener entre 20 y 25 años.

- Me lo habían descrito más viejo. Aparenta menos edad…      

- … Estoy acostumbrado a escucharlo- dijo el joven arqueólogo y continuó analizando el cielo y las estrellas.

El marinero que le conversaba lo miró con detenimiento y se retiró. Otro personaje lo acompañó, con un aspecto más humilde, vestimenta de la época y una bolsa en la mano. Se posó a su lado sin decir palabra, observando lo que Ambrosio tanto analizaba.

- Mi nombre es Juan Rico- se presentó- Soy marinero y pintor. Hermoso el paisaje, ¿no crees? Tu expresión es curiosa… ¿Me permitirías hacer un retrato de ti?

Ambrosio le dirigió la mirada.

- Preferiría que no.

- Entiendo- contestó Juan Rico con expresión de sorpresa- No te lo tomes a mal, pero tienes unos ojos muy curiosos.

- ¿Por el color? – preguntó Ambrosio con desdén.

- No. Puedo ver como sufres a través de ellos. Soy un artista, es algo fácil de reconocer. ¿Extrañas a lo que dejaste?

Ambrosio apretó los dientes y se quedó en silencio, aparentemente molesto. 

- Lo que encuentre allá lo mejorará todo en mi vida, lo sé- dijo al fin y estiró su brazo para saludar a Juan Rico- Mi nombre es Ambrosio de Morales, un placer.

Juan Rico sonrió y completó el apretón.

- Tengo la impresión de que este viaje cambiará nuestras vidas para siempre.

El año era 1547, el barco español se dirigía al nuevo continente conocido como América (en honor a Américo Vespucio) a través del Océano Atlántico, la corona había ordenado un viaje de investigación y exploración por las tierras del Sur.

Dicha tripulación estaba integrada por treinta tripulantes, incluyendo al almirante y capitán general de la nave Fernando de Urtubia y a Ambrosio como marinero. Compuesta por ocho marineros (Juan Rico entre ellos), dos grumetes (aspirantes a marinero), tres toneleros (los que se encargaban de los barriles de vino), tres calafates (encargados de combatir la entrada del agua a la nave), un paje y un maestresala (ambos servidores del Almirante). Dos médicos, un sacerdote, un intérprete, el piloto, el maestre y propietario de la nave conocido como Rodrigo de Villa, el contramaestre (suboficial de la armada) Ruy Izquierdo, el alguacil de la flota llamado Juan de Terreros, el repostero de estrados del Rey, el escribano de la armada Franco de Salcedo y el veedor.

La carabela ‘‘Nueva Niña’’ (en honor a uno de los tres famosos navíos de Cristóbal Colón) había estado dos meses navegando, con hambre, descontrolados (se acababan de frustrar tres intentos de violación a los grumetes por parte de los marineros) y ansiosos. 

En secreto, Ambrosio codiciaba la llegada a América, tenía una misión especial, ajena a las órdenes de la corona. Juan Rico se volvió su más cercano amigo después de aquella charla, juntos se encargaban de mantener el orden entre los marineros cuando no había reacción del contramaestre.

En enero del año 1547, la expedición española desembarcó en las costas de un terreno que no figuraba en los mapas.
Un único grupo de nueve personas se encargó de explorar el terreno: Ambrosio de Morales, Juan Rico, el Almirante, tres marineros, el sacerdote, el alguacil de la flota y el intérprete.   

Armados con escudos circulares y ligeramente convexos de 70 centímetros de diámetro para desviar golpes; de metal para el Almirante y el alguacil; de madera para todos los demás (exceptuando al sacerdote que yacía desarmado). Del centro sobresalía una punta de metal que les ofrecía una capacidad básica de ataque.

Contaban con cotas de malla sin mangas (el Almirante y el alguacil) y con chalecos de algodón (ligeros y efectivos contra armas de corto alcance) el resto. El sacerdote vestía una simple y precaria túnica blanca, además del collar con la forma de la cruz cristiana.

El Almirante y el alguacil eran los únicos hombres con cascos abiertos. Fernando de Urtubia, almirante y capitán general de la nave, ordenó mantener la formación en caso de algún ataque sorpresa.

Todos estaban a la expectativa.
   
El ambiente era cálido y húmedo, cómo ya les habían descripto otros navegantes. Recorrieron un extenso césped, cubierto de vegetación, a plena luz del día.

Hubo algunas falsas alarmas, aves parloteando o gimoteando a los alrededores; Fernando de Urtubia intentaba mantener la calma de sus subordinados, empuñando un fusible en las manos y la espada envainada (además del escudo de metal que guardaba en su espalda).  

Ambrosio se adelantó por uno de los frentes, sin previo consentimiento de sus superiores; exploró unas rocas y accidentalmente pisó un hilo, lo que activaba una trampa: la red se desplomó de abajo hacia arriba y atrapó al arqueólogo.

Sus compañeros se sobresaltaron y quisieron abrir fuego para liberarlo.

- ¡No! – gritó el Almirante- ¡No disparéis!  

Bajaron las armas, desconcertados y tardaron en entender que un mal tiro podría acabar con la vida del muchacho.

El Almirante analizó la situación para idear una estrategia, ordenó a los tripulantes que realizaran un círculo alrededor del arqueólogo, y en ese preciso instante, aparecieron una decena de nativos, armados con lanzas, arcos y flechas; con pocas ropas, plumas y pinturas sobre la piel.

Los españoles empuñaron sus escudos a la altura de los rostros (la parte más vulnerable), en caso de un ataque furtivo. Una sangrienta batalla parecía estar a punto de comenzar, sin embargo, un niño de esas tierras (de 10 años probablemente), cortó un hilo oculto entre los troncos de los árboles y Ambrosio fue liberado, cayendo al suelo.

El nativo que dirigía al grupo le ordenó al niño que volviera con ellos (a través de un idioma desconocido para los Españoles, y probablemente, para el resto de todas las tribus).

En ese momento de tensión, Ambrosio fue amable con el niño y en señal de agradecimiento, le obsequió un collar con la cruz cristiana. El niño, de tez morena y cabello oscuro, se le quedó observando y corrió hacia quién parecía ser su padre.

El líder de la tribu le indicó que se posara tras su pierna izquierda. Hubo miradas fulminantes y un silencio atroz. Hasta que finalmente, el líder le ordenó a su gente que bajaran las armas.

El sacerdote, quién hasta entonces estaba paralizado, se hizo paso entre sus propios compañeros y alzó la voz para exigir LA ENCOMIENDA (asignación, por parte de la corona, de una determinada cantidad de aborígenes a un súbdito español en compensación por los servicios prestados; el encomendado se encargaba de evangelizar, ‘‘cuidar’’ y percibir los beneficios obtenidos del trabajo que realizaban los nativos) y el REQUERIMIENTO (procedimiento formal para exigirles a los pueblos originarios su sometimiento a los reyes españoles y a sus enviados- los conquistadores-), cómo lo exigían las leyes de Burgos de 1512, pero el Almirante lo detuvo y le prohibió abrir la boca.   

- No se asignarán nuevas encomiendas, ordenes de la corona- le susurró con desdén.

El sacerdote apretó los dientes, furioso.

El líder de la tribu realizó una seña, parecía estar dirigida al arqueólogo, este se abrió paso entre sus camaradas, petrificado. El nativo portaba el collar que Ambrosio le había dado al niño y le dijo algo que el muchacho no entendió.

El intérprete, que conocía una decena de lenguas aborígenes, no comprendía ninguna de las palabras habladas por los pobladores de esa tierra.

Por un leve instante, los españoles podrían haber jurado que una luz plateada rodeó la planta de los pies de Ambrosio y este, sorpresivamente, habló la lengua de los hombres cuasi desnudos.

El líder de la tribu, su hijo y Ambrosio conversaron en esa extraña lengua; el intérprete repasaba los libros que había traído para entender, pero le fue inútil.
Después de unos minutos, Ambrosio habló el español y se dirigió a sus compañeros.
- Almirante, por favor, bajen las armas. No nos harán daño. 

Fernando de Urtubia confió en el muchacho y cumplió, con él, le siguieron todos los demás. El sacerdote fulminó al joven arqueólogo con la mirada, algo no le cerraba. 

Los nativos los guiaron a través del bosque hacia su hogar.

Lo primero que vislumbraron los españoles fueron postes totémicos, extravagantes, de muchos colores y formas; parecían rostros coloridos superpuestos, con diferentes expresiones, algunos retrataban demonios o deidades de la tribu. A su vez, había especialmente nueve tótems sobre una colina, a dónde se procuraba que iban a rezar, se diferenciaban de todo el resto porque llevaban dibujos de elementos de la naturaleza.

Al ser un ambiente cálido, los nativos vivían en casas comunales con techo de dos aguas (dos capas formando un triángulo), el interior de la vivienda estaba repleta de soportes. Era una tribu muy poblada, los españoles fueron recibidos con ovaciones y miradas de asombro.

El hijo del líder le había preguntado a Ambrosio si él era un dios, a lo que el arqueólogo respondió con una carcajada, tardó en comprender que sus vestimentas eran llamativas y atraían la atención de los nativos, a tal punto que creían que ellos eran deidades provenientes del más allá.      

- ¿Cuándo? – le susurró el alguacil de la flota al Almirante.

- Aún no, el oro es lo importante- le respondió con una mirada sombría.

No hacía falta aclarar que el Almirante y sus hombres estaban fingiendo amabilidad, cuando en realidad sólo querían valerse de los recursos de la tribu. Todos ellos a excepción de Ambrosio, él buscaba otra cosa…

El líder habló en voz alta y Ambrosio fue su traductor.

- Dice que su nombre es Áj y que su tribu se llama Sarmander - vociferó Ambrosio.

- ¿Qué lengua es? – preguntó el intérprete.

- ¿Y cómo conocéis dicha lengua? – gruñó el sacerdote, ya tildaba al muchacho de hereje. 

Ambrosio, acorralado, tragó saliva antes de responder.

- Es una lengua hablada por diferentes tribus, sólo cambian algunas palabras- mintió.
El sacerdote y el intérprete se le quedaron mirando con recelo. El Almirante habló de inmediato.

- No compliquéis las cosas, el arqueólogo será nuestro guía- ordenó, el resto bajó la mirada.

El líder Áj se les había quedado mirando, confundido y esperando una respuesta. Ambrosio se sobresaltó y respondió torpemente con aquella extraña lengua.

Áj comprendió y movió las manos hacia los costados.

- Creen que somos deidades- dijo Ambrosio en voz alta- Creo que es por la vestimenta, las armaduras y las armas…

- Perfecto- susurró el alguacil Juan de Terreros.

- Áj nos dice que estamos invitados, nos darán comida, vivienda y provisiones.

- Vuelve y avisa que pasaremos la noche aquí, dentro de dos días, cuando estemos bien asentados, podrán bajar todos los demás- les ordenó el Almirante a dos marineros, ellos se retiraron apenas recibieron la orden.

Algunas mujeres de piel morena con pocas ropas y pinturas en los pechos y el abdomen condujeron a los hombres hacia unos troncos alrededor de una inmensa fogata. El marinero y el alguacil estaban excitados, sin embargo, el Almirante los fulminó con la mirada para que se mantuvieran pasivos y no generaran problemas. Hubo cantos y festejos. El almirante, el alguacil, el arqueólogo, el intérprete, el sacerdote y el único marinero que quedaba, se sentaron en los troncos y cenaron junto a los aborígenes.

Ambrosio conversaba con el niño, conocido como Ájda, y con su padre Áj. El almirante y el alguacil discutían entre sí, aprovechando que nadie los entendía. El intérprete y el marinero conversaban con hombres y mujeres de la tribu, intentando comprenderse mutuamente sin mucho éxito. El sacerdote no le sacaba los ojos de encima a Ambrosio…

Ambrosio se sobresaltó y el sacerdote quiso saber de lo que hablaban, por lo que el arqueólogo no tuvo más remedio que responder.

- Les estaba preguntando por qué esos tótems están muy lejos de todos los demás y por qué llevan dibujos diferentes- dijo con cierta indiferencia. Áj y Ájda prestaron atención y entrecerraron los ojos, esforzándose por entenderlos.   



- ¿Y por qué? – preguntó el sacerdote, interesado.
Ambrosio miró al padre y a su hijo con cierto aire de complicidad y luego al sacerdote.
- Dicen que son una tribu aislada del resto porque protegen algo que les encomendó alguien muy importante. Y que aquellos son los símbolos de dicho… tesoro. 
- ¿Tesoro? – vociferó el sacerdote, que el resto de españoles giró la mirada.
- ¿Dónde? – preguntó Juan de Terreros.
- ¿Oro, joyas? – exclamó el marinero.
Ambrosio habló la lengua de los nativos con ellos y estos le respondieron, luego, el arqueólogo se dirigió a su camaradería.
- Algo mucho más valioso. Algo que les costó la vida de ocho hombres para mantenerlo guardado y custodiado.
- ¡Deben ser toneladas de algún nuevo metal invaluable! – gritó el marinero.
El Almirante lo golpeó en la cara con la palma para que se callara.
El arqueólogo español volvió a hablar con ellos y por sus expresiones, parecía que no querían revelar más. El muchacho entendió y le explicó a los demás. Todos suspiraron de la decepción. Sin embargo, ahora sabían que algo les podían arrebatar…
Transcurridos dos días, los tripulantes que faltaban se unieron al festín y los nativos los recibieron con los brazos abiertos. Entre ellos estaba Juan Rico, quién no tardó en ir con su amigo y hablar con él.
- Me contaron lo que pasó, nos salvaste a todos- le dijo, ambos conversaban bajo las sombras de un árbol.
- No en realidad… el niño me salvó a mí.
- Qué curioso que conozcas su lengua, es algo maravilloso.
- Si…- Ambrosio movió los ojos hacia arriba- Temo que el Almirante quiera hacerles daño, son buena gente.
- Escuché hablar al sacerdote de un tesoro, me imagino lo que debes pensar.
- No es oro, ni joyas. Es algo que sólo se cree si se ve.
- ¿Cómo lo sabes?
- … Porque me lo dijeron, no lo traduje adecuadamente cuando me lo pidieron, no confío en ellos, pero en ti sí.
- Gracias, supongo. Te brillan los ojos, ¿Quieres encontrarlo, verdad?
- Apenas nos conocemos, por lo tanto, son muchas las cosas que no sabes de mí y viceversa. Digamos que vine aquí por eso, porque yo sé que es lo que protegen.
- Me huele a que tienes una obsesión- le dijo Juan Rico, inocentemente. Aquellas palabras dañaron a Ambrosio, le dio la espalda y apretó los dientes- No quise…
- Descuida… ¿cortamos algo de leña? – le respondió Ambrosio con la voz melancólica y se retiró, indicándole a su compañero que lo acompañaran.
Juan Rico suspiró, confundido y lo siguió.  
Los días pasaron, y sorpresivamente, los nativos y los españoles establecieron un vínculo, lo que en otras expediciones a América nunca había ocurrido. Las intenciones del Almirante se habían apaciguado y si todo marchaba bien, darían el ejemplo a España y a la Corona para marcar cómo debían tratar los viajes al nuevo continente.
El sacerdote causaba problemas de vez en cuando, se aferraba a las leyes viejas y se encontraba desesperado por ejercer su dominio sobre una cantidad mínima de nativos. Lo que España conocía como la Encomienda. El Almirante era quién lo mantenía en su lugar.
Pasaron tres meses de convivencia, a dónde incluso los aborígenes fueron invitados a conocer la embarcación en la que los españoles habían llegado. El protocolo estipulaba que, dentro de otros tres meses, una nueva carabela llegaría a las costas para brindar apoyo a la camada de La Nueva Niña.
A pesar de todo, los nativos habían dejado en claro que lo que protegían no lo compartirían con nadie, que era algo sagrado y que su búsqueda estaba prohibida. En contra de sus deseos, para mantener las relaciones amistosas, los españoles aceptaron, a excepción de Ambrosio…
El arqueólogo interrogaba al niño Ájda cuando nadie los escuchaba, y este, le respondía inocentemente. Le había contado que cuando la mayoría de las tribus poblaron América, dejaron algunos espacios vacíos; entre ellos, aquella isla. Debido a que una maldad abundante perturbaba el ambiente, animales parlantes, capaces de dominar… el fuego, el agua, la luz, entre otras cosas; espantaba a todo viajero. Eso cambió cuando un hombre de los cielos unificó varias tribus, las guío y les enseñó una nueva lengua; bautizándolos como Sarmander. Con su ayuda, ocho hombres sacrificaron sus vidas mediante un ritual para otorgar sus corazones como contenedores de aquel poder. El hombre de los cielos les encomendó su protección y se marchó, nunca más volvieron a verlo.
Los nativos llamaban ‘‘Amdor’’ para referirse a los órganos dentro del cofre. Ambrosio intentó sacarle su ubicación, no obstante, ni el niño lo sabía.
Había días que Ambrosio se apartaba de los grupos y exploraba el bosque, Juan Rico era el único que estaba al tanto y lo examinaba con preocupación; el muchacho parecía nervioso y ansioso.
Hubo días que Juan Rico lo encontraba llorando entre algunos árboles y apenas lo veía, Ambrosio fingía que todo estaba en orden. El pintor sabía que algo lo perturbaba y que la frustración por no conocer el paradero del tesoro aborigen, lo estaba matando.
Finalmente, Juan Rico lo siguió una vez más a plena luz del día; el calor no atenuaba. En esta ocasión, Ambrosio de Morales no estaba llorando, se lo veía pensativo, apoyando la espalda en un tronco muy grande; sus ojos grises brillaban a causa del sol que se filtraba entre la espesura del bosque.
Desde ese ángulo, el pintor reconoció la juventud del muchacho por primera vez; le había crecido el cabello oscuro, enrulado; su piel blanca no tenía ni una arruga, era algo grandote, corpulento, en otra vida y otra época podría haber sido un atleta olímpico. Ambrosio tenía veintidós años.
Juan Rico era un sujeto de treinta años, con una amplia espalda y brazos enormes, baja estatura; barba, bigote y cabello lacio de color castaño. Se acercó a su amigo y ambos quedaron en silencio, sin cruzar miradas.
- Yo sufrí mucho de chico- confesó Ambrosio- Y todo por culpa de una única persona… mi progenitor. Él fue marinero, cómo tú y yo. Hijo de un Almirante que viajaba muy seguido a las Indias. Mi abuela se había muerto antes de que él alcanzara los diez años, razón por la cual, mi abuelo se las ingeniaba para que lo acompañara. Mi padre era un niño y el Almirante no podía siempre estar a su disposición, tras largos viajes de comercio, hubo marineros que hicieron cosas que nadie debería hacer con un niño. El Almirante le dio la espalda cuando se enteró, para mantener la ‘‘estima’’ de su tripulación y lo llevó a vivir con unos tíos. Creció con mucho odio hacia la marina y a la Corona por no hacer nada con casos similares. Se encargó de que sus hijos, mi hermanito y yo, lo tuviéramos claro. Y desde que tengo memoria, ha sido un hombre violento, manipulador y desagradable.
- ¿Queréis venganza? – preguntó Juan Rico, con el ceño fruncido.
- No. Sólo quiero que mi hermano menor NO viva lo que yo tuve que soportar, y lo que está en ese cofre es la solución. Porque ALGUIEN me prometió que cuidaría de él si DESTRUÍA lo que yace en su interior.
- ¿Destruirlo? ¿Por qué? ¿No es de valor?
- Porque, querido Rico, si la Corona llega a obtener dicha reliquia, los hombres terminarán por destruirse entre sí.
Juan Rico se quedó en silencio y suspiró durante casi treinta segundos.
- Lo entiendo. Entonces tiene sentido que te cuente lo que escuché esta mañana…
El arqueólogo abrió los ojos como platos.
- ¿Qué?
- El líder de la tribu les indicaba a algunos (mediante señas) que vayan hacia el norte, por lo armados que se encontraban, deduje que algo tenía que ver con el tesoro.
Ambrosio se adelantó, apresurado.
- ¿Hacia dónde?
- Sígueme.
Sólo faltaba un mes para que la nueva carabela española llegara a la isla, en caso de que la encontraran…
Ambrosio de Morales y Juan Rico se saltaron las comidas en común y muchos se preguntaron por su ausencia. Ambos se dirigieron al norte, con la esperanza de localizar a los nativos que el líder había mandado a vigilar la reliquia.
Estuvieron largas horas caminando, sin provisiones, muertos de hambre y de calor. Conversaron para aligerar la búsqueda.
- ¿Qué significa ‘‘Sarmander’’ o sólo es un nombre? – le preguntó el pintor al arqueólogo.
- Si no me equivoco, quiere decir ‘‘única’’ en nuestra lengua. Tienen un lenguaje bastante complejo, usan diferentes palabras para distinguir géneros.
- Ya veo… ¿Y cómo se diría ‘‘único’’?
- Creo que se dice ‘‘Har…’’.
Los dos se paralizaron al vislumbrar dos nativos caminando delante de ellos, dándoles la espalda. Se escondieron entre unos árboles y avanzaron en silencio.  
Los nativos no se percataron de su presencia y continuaron caminando sin cuidado. La noche llegó sin aviso y los dos españoles fueron muy sigilosos y pacientes. Finalmente, una inmensa caverna apareció al final del bosque; la boca de una montaña rocosa, completamente oscura.
Ambrosio y Juan Rico esperaron; los nativos entraron, se aseguraron de que todo estuviera en orden y regresaron con la misma tranquilidad con la que habían llegado.
El arqueólogo, que ya conocía la lengua, notó que los guardias se quejaban de su líder y su obsesión por dicha reliquia. En cierto sentido, le causó gracia saberlo.
- ¿Y ahora? – le susurró Juan Rico.
Ambrosio lo cayó y cerró los ojos, una luz plateada volvió a aparecer bajo sus pies, Juan Rico estaba petrificado.
- ¿Eres un brujo? – preguntó desconcertado.
- Es más complejo que eso, querido amigo. Aprendí un par de cosas antes de viajar…
Juan Rico lo miraba con los ojos saltones. Ambrosio se adelantó y su compañero lo siguió hacia la cueva.  
Pinturas rupestres, antorchas con formas de tótems y dibujos de monstruos; de guerras y catástrofe; Ambrosio interpretó que todo eso significaba la reliquia para los nativos.
Avanzaron con cuidado, el arqueólogo intuía que los guardias no serían los únicos que defenderían el tesoro, probablemente habría otras cosas…
No se equivocó. Las paredes comenzaron a moverse hacia adentro, lentamente, procurando aplastarlos. Juan Rico se desesperó y estuvo a poco de huir; el arqueólogo lo detuvo y analizó la situación detalladamente, un aura plateada envolvió su cabeza y rápidamente abrió los ojos, luego sonrió.
El pintor no entendía, sudaba y se encontraba paranoico, las paredes estaban a punto de amasarlos como a un huevo. El arqueólogo lo tomó del hombro y le indicó que se tranquilizara, que el aroma que irradiaba el fuego les había causado alucinaciones; y que realmente, la cueva seguía intacta.
A Juan Rico le tardó un buen rato mantener la cordura, cerró los ojos con fuerza y al divagar por diversos cuadros que le gustaría pintar, se le pasó. Cuando los abrió, le dio la razón a su compañero.
Ambrosio de Morales continuó por el único y oscuro sendero de la caverna. Hubo decenas de trampas ilusorias (las cuales siempre lograban superar gracias al ingenio del arqueólogo), armas mortales y laberintos sin sentido. Sin embargo, el muchacho de veintidós años estaba preparado para todo, cómo si lo hubieran entrenado…
Juan Rico se maravilló de tener de amigo a semejante explorador, creyó que las historias que relatarían al volver serían fantásticas.
En hora buena, ambos encontraron el final de la caverna: sobre el techo había formaciones calcáreas, las cuales eran como diversas figuras puntiagudas; estalactitas deflectadas (estructuras punzantes más oscuras) y estalagmitas de forma conoidal sobre los suelos. Además, había un lago que rodeaba toda la cueva; las llamas de las antorchas le brindaban un aspecto colorido y muy llamativo.
Ambrosio realizó una vista panorámica del sector, sólo para comprender que la reliquia no yacía a simple vista. Se esforzó por encontrarlo, pero no hubo caso. Juan Rico moría de hambre y estuvo a punto de probar unas plantas exóticas que estaban pegadas a unas rocas; Ambrosio lo detuvo antes de que lo hiciera.
- Lo tomamos y nos vamos, luego volvemos a comer- le prometió. Juan Rico suspiró y asintió.
El muchacho se concentró y la luz plateada rodeó todo su cuerpo por una fuerza involuntaria, sus nervios la habían activado sin que se diera cuenta. Dicha luz se arrastró por los suelos hasta iluminar el lago por completo, hubo destellos blanquecinos y las aguas se cristalizaron por arte de magia; en el fondo del lago había un cofre.
- ¡Ayúdame a sacarlo! – le indicó Ambrosio a Juan.
Se sumergieron en la zona dónde las aguas parecían ser más profundas y entre los dos, tomaron el cofre y lo colocaron sobre la tierra firme. Empapados y muy ansiosos, sonrieron entre ellos y contemplaron lo que acababan de adquirir.
El cofre tenía el tamaño de un maletín, cubierto de plata e insignias talladas en oro en la lengua de los nativos.
- Dice… A-M-D-O-R- vociferó el muchacho. Juan Rico abrió la boca.
- ¿Qué esperas? ¡Ábrelo!
El arqueólogo se sacudió el cabello húmedo, se frotó las manos, apretó los dientes y se las arregló para entender el mecanismo que abría dicho cofre, el cual no respondía a una vieja y cotidiana llave. No tardó en lograrlo.
- Lo estudiaste todo- le dijo Juan Rico, mirándolo con cierto recelo.
- Él fue. La persona que me ofreció el trato. Dijo que yo era parte de una profecía…
- ¿Profecía?
- Me dijo que cambiaría el mundo si lograba encontrar este cofre y lo que guarda en su interior…
La tapa se desprendió hacia afuera y los españoles fueron testigos de lo impensado: sobre una tapa metálica, húmeda y desgastada, había nueve bolsitas de cuero, enrolladas con una cintita roja.
- Estos son. ¡Los nueve corazones! – gritó Ambrosio de la alegría.
Juan Rico tragó saliva al notar que las nueve bolsitas se movían por sí solas, se inflaban y desinflaban cómo globos. No se animaba a quitar ninguna de las cintitas, intuía que lo que ocultaban le causaría un infarto.
El arqueólogo miró a su compañero con tono desafiante y se animó a tomar una de ellas, la soltó rápidamente y no por susto, sino porque otra de las nueve parecía haberle HABLADO. Tomó la que le pareció oír y desenrolló la cintita, los bordes de la bolsita se desplegaron y a la vista de los dos viajeros, un corazón humano ensangrentado latía con total naturalidad sobre la mano del arqueólogo.
Juan Rico no se contuvo y vomitó en el lago; la falta de comida y la reciente imagen no eran una buena combinación.
Ambrosio de Morales se sintió extraño e incómodo con semejante órgano sobre la palma de su mano; no obstante, superó el asco, la impresión y el olor para examinarlo detenidamente.
- ¿Volvemos? – propuso el pintor.
- Escucha, Rico- se apresuró el joven- No fui totalmente honesto contigo, yo no soy…
Los dos guardias, entre gritos de cólera, reaparecieron ante ellos y atacaron con sus lanzas. Sin tiempo de meditarlo, una de las armas acababa de atravesarle la frente al pintor y este acababa de morir de un único disparo, se desplomó en el suelo, a un lado del cofre abierto.
Ambrosio no supo que hacer y guardó el corazón en su bolsillo. Intentó razonar, pero fue inútil. Los nativos quisieron acabar con él, y en ese preciso instante, el corazón parlante se sacudió dentro del bolsillo del español; a continuación, los dos aborígenes recibieron una insólita descarga eléctrica de rayos blancos y negros.
Sus cuerpos carbonizados cayeron al interior del lago, el impacto hizo que el cofre los acompañara. Ambrosio, asustado y triste, huyó de allí a toda velocidad.
Aún era de noche y el arqueólogo corrió rápidamente a través del bosque, tras largos minutos de huida, se sentó entre unas rocas y lloró a su amigo fallecido. Se culpó de todo el episodio y creyó que, si el líder llegaba a enterarse de lo sucedido, comenzaría la guerra entre la tribu y los españoles.
Durmió allí, el estómago se le había cerrado y las imágenes lo persiguieron en sueños. Despertó con una notable amargura y volvió al campamento con la idea de no contar nada de lo sucedido.
- ¿Dónde está Rico? Se supone que ayudaría a los calafates- fue lo primero que le dijo Fernando de Urtubia, el Almirante de la nave.
- Acompañó a sus hombres- señaló al líder que yacía de espaldas- Una misión relacionada con la búsqueda de nuevos alimentos- mintió Ambrosio descaradamente.
Le creyeron, lo que fue un alivio, no obstante, Ruy Izquierdo, el contramaestre; lo observaba detenidamente.
- ¿Estáis bien? Te ves muy pálido.
- Si… - respondió Ambrosio, fingiendo una sonrisa.
Los marineros tomaban vino y celebraban junto a las mujeres de la tribu, los grumetes se estaban encargando de la limpieza; el paje y el maestresala acompañaban al Almirante, tomando notas de lo que él les decía. No había señales del intérprete o del sacerdote, quienes parecían estar en el barco.
Esta vez, yacía el propietario de la nave entre ellos, conocido como Rodrigo de Villa; un hombre de mediana estatura, barba candado, ojos oscuros y la vestimenta de un noble, de la alta clase en España. Miró a Ambrosio con afán y se limitó a asentir y observar los nueve tótems. Mientras tanto, Juan de Terreros (el alguacil de la flota) y Franco de Salcedo (el escribano) le conversaban con mucho interés.
Y frente a todas esas personas, Ambrosio sintió los bruscos latidos del corazón que guardaba en su bolsillo, como si quisiera decirle algo.
- Lo siento, Rico. Pero esta es la única manera de salvar a mi hermanito de esa horrenda familia en la que le tocó nacer- pensó Ambrosio y rezó para sus adentros.
Cargar con la muerte de tres hombres no era fácil, especialmente para un joven como Ambrosio; se lamentó cada hora y lloró a escondidas incontables veces, muchos comenzaron a preguntarse si los aborígenes habían mandado a matar a Juan Rico o si el muchacho estaba mintiendo. Para su desgracia, no podían preguntarles directamente a los nativos o a su líder por el desentendimiento de idiomas, el único traductor era sospechoso…
Así transcurrió una semana entera y las cosas comenzaron a dar giros inesperados.
Otro día caluroso tenía a los españoles irritados, desacostumbrados al clima de la zona; los trabajos se aceleraron por pedido del Almirante, debido a que procuraba tener todo listo (llenar el barco de provisiones para la vuelta) para antes de que llegara la segunda flota.
A través de Ambrosio, el líder había hecho un trato con el Almirante, los acompañaría a Europa para establecer los primeros indicios de un acuerdo, en donde las tribus serían respetadas como entidades únicas, sociedades que la Corona reconocería; y a cambio, los nativos aceptarían la apertura de un puerto para el comercio con España.
Aquel trato gozaba de fidelidad, el Almirante y el líder, a pesar de no entenderse del todo, se llevaban muy bien. Pronto, la conquista dejaría de ser conquista…
Sin embargo… el líder mandó una nueva patrulla rutinaria de tres hombres a la caverna; especialmente para saber por qué los otros guardias no habían regresado. Y allí, todo empezó a desmoronarse.
Ambrosio tenía fiebre y yacía sobre una cama improvisada de tierra en una vivienda aborigen, siendo atendido por el médico de la flota. La voz le susurraba cosas al oído, lo incitaba e intentaba manipularlo; para desgracia de esa misteriosa entidad, Ambrosio tenía mucha voluntad y no se dejaba influenciar con facilidad. 
A la tarde, los hombres de Áj regresaron con los cadáveres irreconocibles de los dos guardias que el corazón había matado. Ambrosio escuchó gritos y a pesar de las advertencias del médico, salió de la vivienda y observó horrorizado lo que estaba sucediendo. Los guardias le contaban todo al líder Áj mediante gritos desesperados, y, por si fuera poco, el tercer nativo apareció con el cuerpo unánime de Juan Rico en sus brazos. Hubo un completo silencio dónde todos los presentes (miembros de la tribu y españoles) examinaron la situación.
El Almirante se abrió paso entre la multitud y vociferó.
- ¿Qué significas esto? – se quedó petrificado al ver a uno de sus marineros desplomado en el césped, con la piel pálida y con la horrenda herida en la frente.
El niño Ájda corrió hacia su padre y se ocultó tras su pierna. La expresión amistosa de Áj se había desvanecido, tenía los ojos desorbitados, como si estuvieran a punto de salírseles de la cara, le temblaba la boca y contenía la respiración.
- ¿Mandaron a matar al marinero? – preguntó Rodrigo de Villa- Eso es inaudito.
Juan de Terreros les hizo algunas señas a los marineros y a los grumetes para que regresaran a La Nueva Niña; la tensión era incontrolable. No pudieron hacerlo debido a que fueron acorralados por una fila de guerreros nativos, armados con lanzas. Otros tomaron sus arcos y apuntaron sus flechas contra todos los españoles.
- ¿Por qué? – preguntó el Almirante, intentando apaciguar el episodio- ¿Qué hicimos mal?
No hacía falta decir que Áj no lo entendía, y, además, no estaba con la paciencia de escuchar posibles excusas. Levantó la mano, con el ceño fruncido, y las flechas acabaron con los marineros y los grumetes en un santiamén.
- ¡No! – gritó el arqueólogo, estaba por confesar lo que había pasado, pero, ya era demasiado tarde.
El alguacil Juan de Terreros lanzó un alarido y fue por unos fusibles que había resguardado en una de las viviendas; disparó a quemarropa y acabó con cinco nativos. Ruy Izquierdo, el contramaestre, le indicó que le pasara un arma y juntos se batieron a duelo contra innumerables nativos. El escribano Franco de Salcedo y el maestre Rodrigo de Villa, corrieron hacia ellos y se ocultaron allí; Juan de Terreros y Ruy Izquierdo habían formado una barricada improvisada para soportar los ataques lejanos.
Las mujeres con pocas ropas y pinturas en los pechos gritaron entre la muchedumbre, tomaron algunos niños e intentaron huir. Desgraciadamente, la mayoría murió por el fuego cruzado.
El Almirante Fernando de Urtubia y el líder de la tribu Áj combatieron personalmente el uno contra el otro (Áj apartó a su hijo antes de comenzar). Fueron interrumpidos por el arqueólogo que se abalanzó sobre ellos para separarlos, sus pies brillaban y le estaba explicando la verdad a Áj; el líder de la tribu pareció comprenderlo y se quedó paralizado; no obstante, una bala le atravesó el cráneo y cayó al suelo sin vida. Juan de Terreros había aprovechado la distracción para efectuar un tiro certero.
La sangre de Áj le había salpicado en la cara a Ambrosio, quién estaba muy traumado. El Almirante lo tomó de los hombros y lo salvó de unas flechas que iban dirigidas a él, se escabulleron por los suelos y gatearon hasta la barricada.
En ese preciso instante, Ambrosio de Morales miró hacia atrás y vio al pequeño Ájda, acurrucado en medio del campo de batalla, muerto de miedo. No lo pensó dos veces y volvió con él a pesar de las advertencias del Almirante, quién siguió hacia la barricada.
Lo tomó entre sus brazos y corrió hacia el fuerte, flechas y balas de plomo se entrecruzaron durante la travesía. Ambrosio confundió los papeles por un momento y creyó que el niño era su hermanito, a quién estaba dispuesto a proteger pase lo que pase.
Fernando de Urtubia no llegó a la barricada, debido a que cinco flechas le atravesaron la espalda, murió instantáneamente. 
Una mujer sollozaba entre gritos, era la madre de Ájda, y le indicó a uno de los que había acabado con el Almirante, que fuera a buscarlo. Este sujeto corrió hacia ellos, pateó a Ambrosio en el estómago y tomó al niño entre sus brazos.
A continuación, Ruy Izquierdo, al borde de la cólera por la muerte de su capitán le disparó al hombre en la pierna y este se desplomó en el suelo con el niño en brazos; la cabeza de Ájda rebotó con la dura tierra, matándolo rápidamente. El hombre se quedó agonizando mientras escuchaba los gritos de la madre del niño.
Ambrosio recuperó la compostura y miró al pequeño, acostado boca abajo, inmóvil. Una sensación espeluznante se acumuló en su interior, algo que sólo sentía cuando su padre lo golpeaba; sin detenerse a pensarlo, tomó el corazón parlante que yacía en su bolsillo (el cual latía con más brusquedad que antes) y lo llevó a su pecho, este entró a su cuerpo por arte de magia.
El arqueólogo se hartó de tanta violencia, ignoró a la voz en su cabeza y actuó por voluntad propia… los mismos rayos blancos y negros emergieron de su cuerpo como si fueran las raíces de un árbol y acecharon a cada ser viviente de la zona; después de unos segundos, hubo silencio.
El hombre con la pierna dañada le habló en el idioma nativo.
- Lo que temíamos acaba de ocurrir. El corazón oscuro despertó, encontró al portador correcto- tosió unas cuantas gotas de sangre y agregó- ¿Quién nos salvará ahora del poderoso Hariet?

Ambrosio lo observó detenidamente y el nativo falleció segundos después. Los ojos grises del arqueólogo brillaban, su piel se había empalidecido en exceso como si fuera un vampiro y las venas se sobresalían en sus manos, pies, hasta incluso en el cuello y parte del rostro.

- ¿Y ahora qué? – le preguntó la voz ronca y maliciosa al arqueólogo.

- Te destruyo. Por el bien de mi familiar- dijo en voz alta.

- ¿Eso es todo? Acabas de ser testigo de mi poder… úsalo y haz lo que se te plazca.

- Hice un trato con alguien…

- ¿Con quién?

- Un mago de otro mundo llamado Fismut.

- Ya veo… - la voz emitió una risa.

- ¿De qué te ríes?

- De nada. Este poder tampoco me pertenecía, es mi voluntad la que quedó ligada a él. Yo lo usé en su debido momento y fui omnipotente.

- ¿Quién eres? Creí que sólo eras un corazón parlante.

- Digamos que soy el ANTERIOR a ti. Observa…- Ambrosio miró a todos los muertos, españoles y nativos- Yo no busco la muerte y sé que tú tampoco. Por lo poco que sé, todas las expediciones a este continente terminarán de la misma manera. ¿Serás tan egoísta cómo para dejar que esto vuelva a ocurrir? La familia es importante, pero piensa en el mundo…- aunque Ambrosio no lo notara, había algo de falsedad en las palabras del ente misterioso- Vuelve a la nave y acaba con los restantes, que no queden testigos. Qué la Corona sólo conozca TU verdad. Puedes cambiarlo todo, piénsalo…

- Cállate- le ordenó Ambrosio y la voz se esfumó. Suspiró amargamente mientras su figura volvía a la normalidad; se sentía pesado por la cantidad de muertes que había presenciado en un único día. A pesar de todo, su objetivo seguía siendo el mismo, no sentía empatía por los grupos que se batieron a duelo, la seguridad de su hermano era primordial, y a pesar de que lamentaba la muerte del niño Ájda, reconoció que había confundido los papeles y que su verdadero familiar yacía en España, sufriendo. No le quedaba otra que ser frío o todo por lo que había luchado se desmoronaría. Se fue de allí y se dirigió a la costa, dónde yacía la carabela.   

El resto de la tripulación distribuía las provisiones para el viaje de vuelta, no se habían enterado de nada. El sacerdote dirigía los trabajos, sólo quedaba él, el intérprete, un único médico, el piloto, el repostero de estrados del Rey, el veedor, los tres toneleros y los tres calafates. Descontando al arqueólogo, quedaban doce hombres de la tripulación original, los otros diecisiete acababan de morir.
Los toneleros subían nuevos barriles, repletos de agua, a la nave. Los calafates continuaban combatiendo la entrada del agua a la nave mediante una sustancia desagradable; el piloto trazaba posibles caminos de regreso para acortar el viaje junto al intérprete, el veedor y el repostero.
Ambrosio subió al barco mediante una escalera construida con sogas, no saludó a nadie y evitó el contacto visual, aún no sabía qué hacer y eso le ponía los pelos de punta.   
- Morales- lo llamó el intérprete apenas lo vio- Llevamos esperando al Almirante una hora, dijo que nos daría nuevas instrucciones, ¿vino contigo?
- Sigue hablando con Áj, son buenos amigos- mintió el arqueólogo, dándole la espalda y quiso ir a acostarse un rato hasta que oyó lo que el intérprete decía.
- Ya veo- luego se dirigió al piloto- La amistad es una buena estrategia, el Almirante sabe muy bien lo que hace, ni a Cortez se le hubiera ocurrido. Cuando menos lo noten, sus tesoros y mujeres serán todos nuestros. ¡Nos van a ofrecer encomiendas a todos, la Corona lo reconocerá! ¡Estoy seguro! – el piloto, el veedor y el repostero reían.
El arqueólogo apretó los dientes y recordó las palabras de la voz del corazón.
- Si no hubiera encontrado la caverna junto a Juan Rico, las cosas seguirían igual. Aquel ‘‘trato’’ nunca iba a llegar a darse, sólo en un mundo utópico donde no exista la codicia y la envidia- pensó, furioso- Esta expedición y todas las leyes que lo avalan son sólo pretextos para valerse de los recursos de este lugar. Los ricos como Rodrigo de Villa (aunque esté muerto) se harán más ricos, y los pobres (cómo yo) más pobres. El egoísmo de esta sociedad sólo hará que sigan naciendo hombres frustrados como mi padre… ¿Qué puedo hacer? – Ambrosio miró hacia la popa y encontró al sacerdote exigiéndole a los toneleros que se apuraran con los barriles que cargaban.
- ¡Con esa actitud ni Dios les abrirá sus puertas en los cielos! – gritaba, causando un gran escándalo. 
- Las leyes están mal construidas- dijo Ambrosio en voz alta- El sistema en el que basamos nuestra existencia.
- Hasta que al fin lo entendiste- habló la voz en su cabeza.
- La ambición de la Corona, de Carlos I…de la Iglesia y sus estúpidos acólitos como él- señaló al sacerdote- justifican sus acciones mediante actos divinos- lanzó una sonrisa burlona- No tienen ni idea.
- ¿Qué harás?
Ambrosio de Morales intentó mover las manos, en un intento de usar los poderes del corazón. Aquellos rayos de dos colores acecharon al sacerdote, quién se vio expulsado por los cielos hasta caer al mar; antes de darse de bruces con las aguas del Océano Atlántico, ya estaba muerto.
- No sólo protegeré a mi hermano, sino que crearé un mundo donde él pueda vivir mejor. Quisiera que haya otra forma, pero no la hay…- dijo el muchacho en voz alta. Todos los tripulantes se enloquecieron y comenzaron a correr, el intérprete intentó razonar con él, sin embargo, Ambrosio ya no soportaba sus actitudes.
Un minuto después, la tripulación completa (a excepción del portador) se había desvanecido, nadie sobrevivió.
- Yo sé lo que buscas. Eres ambicioso, cómo alguna vez lo fui yo- le dijo la voz- Existen seres especiales, sólo tienes que convocarlos; que son criaturas que tienen un fragmento ínfimo del corazón, los conocen como los Narsogs. Tendrás tu propio ejército para lograr lo que te propones. Luego busca al general Gargas, lugarteniente de mis fuerzas y dile que el corazón oscuro despertó, lo entenderá y te ayudará- hizo una pausa y prosiguió- Si quieres reconstituir el mundo, necesitas destruir lo que ya existe, lo impuesto desde la antigüedad. Con este poder, reordenarás el sistema a tu voluntad.
- Fismut dijo que yo era el elegido. Y ahora lo entiendo. Soy el único que puede cambiarlo todo. Estableceré la equidad entre los reinos, distribuiré las riquezas y los recursos por todo el mundo; formaré un monopolio mundial. Ese ejército me ayudará a preservarlo y a someter el poder impuesto. Gracias… - Ambrosio colocó la mano en su pecho y cerró los ojos.
- ¿¡Qué haces!? – exclamó la voz, desesperada- No hagas eso. ¿Cómo sabes…?
- Prefiero responder a mi propia voluntad, y por lo que veo, la mía es más fuerte que la tuya. Adiós.
- ¡No! – gritó la voz mientras iba decreyendo poco a poco hasta esfumarse para siempre.
Ambrosio de Morales respiró profundamente y pensó en Juan Rico, en el niño Ájda y en su padre Áj; todos ellos habían muerto por su culpa. Ahora, estaba convencido de que haría valer sus memorias.
Entonces, movió los dedos y el barco comenzó a deformarse a su voluntad, la materia se descompuso y se autodestruyó.
Cuando la nueva carabela llegó, la Nueva Niña parecía haber naufragado o sido atacada gravemente. Los tripulantes bajaron rápidamente.
De entre los escombros, salió el arqueólogo, herido y aparentemente débil para caminar.
- ¿Qué fue lo que pasó? – le preguntó un marinero, tomándolo de los brazos.
Ambrosio, con el rostro cubierto de sangre, raspaduras y suciedad, respondió.
- Los nativos nos asaltaron, pudimos contraatacar, pero los meses sin comida terminaron por matarnos a todos. Soy el único sobreviviente.
- ¿Cuál es tu nombre, marinero? – preguntó el Almirante de la carabela.
- … Diego

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